Indonesia. 1995.
Un colectivo atestado de gente. Un canadiense grita y canta por la ventana. El que cobra el boleto, colgado de la puerta, aulla un desesperante “Kota, Kota, Kota kota kota…”. Y yo, encajado en un asiento para dos con tres personas más, me pregunto cuál fué la razón por la que eligiera Indonesia para ir a descansar.
Recién salido de Baires, camino intrigado entre un mar de gente que me grita “Hello, Mister”. Se acercan más. Me miran. Me tocan. Me hablan. Siento que enloquezco. Huyo. Intento averiguar en Turismo algo acerca de Java. No logro nada. Cambio plata y corro a atrincherarme en el hotel, lejos de los dos millones de personas que andan alrededor de mí y de los treinta grados y doscientos cincuenta por ciento de humedad que terminan de aplastar lo que me queda luego de veintiocho horas en avión.
La siesta se convierte en desmayo. Abro un ojo y ya es de noche. Abro el otro y son exactamente las doce. Me despierta un aullido de mi estómago. Aunque intente dormir, sé que es imposible.
Bajo a la recepción. En un extraño inglés me dicen que no hay nada de comer y que pruebe en el bar de al lado. Me asomo por el agujero que hace de puerta. De las quince mesas sólo hay gente en cuatro. Tres con turistas y la otra con gente del lugar. Entro y me siento a la primera que encuentro a mi paso. Pido simplemente “comida”, pues no pienso ponerme en exquisito. Obvio. No hay más. Me conformo con una Coca como cena. Prendo un cigarrillo. Me acomodo en la silla y, a medida que se me desempañan los ojos, descubro que estoy solo –mi amigo sigue durmiendo– en un bar al mejor estilo película de Vietnam, a demasiados miles de kilómetros de mis cafés, fumando un Marlboro argentino, y con seis orientales que me miran y se ríen.
Interesante. Hay algo en todo esto que me fascina.
Viene la Coca. Enganchada a ella, viene una mesera. La cual, a su vez, viene acompañada de una silla. Esto es algo que más tarde me va a parecer normal, pero en este momento estoy demasiado dormido para luchar por mi paz. Despacio e intentando modular, entablo mi primera conversación coherente con alguien del lugar. Empiezo a enterarme de cosas. Y más. Y en media hora, me entero de toda la vida de esta buena niña nativa. Calculo que la habrá flechado mi auténtico “Latinoamerican torring style”. Suficiente. Le pago, y luego de diecisiete excusas de por qué calculo que no voy a verla al otro día, vuelvo al hotel.
De a poco aprendo algunas palabras. No es difícil. Ya saludo con un “selamat pagi”, agradezco con un “terima kasi”, me presento con un “nama saya” o me esfuerzo regateando en bahasa indonesio, y ellos se divierten con esto. Les encanta y agradecen que lo intente.
Empiezo a entenderlo. Se muestran inocentes, sanos, curiosos.
Son bastante parecidos a nosotros, salvo en la conversación. Tienen lo que me agrada llamar “el enigma de la cuarta frase”. Es infalible. Todos largan con un “Hello, Mister”, pegado viene “¿De dónde sos?” y, casi sin respirar, “¿Cómo te llamás?”. Después de esto, pueden pasar solamente dos cosas: Se van –a lo sumo te abrazan y alguien te saca una foto, o se mete en una tuya, abraza a tu compañero y repite “my friend, my friend…”–, y ahí terminó, o llega la inesperada cuarta frase: “¿Qué opinás del capitalismo en Chicago y Nueva York en la década del cincuenta?” / “estoy buscando marido, ¿te casarías conmigo?” / “¿Hashish?” / “¿Young girls?” / “¿Bum bum (o friki friki)?… ”Algunas veces con decirle “no” e irte te alcanza. Otras, el zafar te puede llevar a esfuerzos intelectuales peligrosos.
Parece simple. Te volvés loco o los enloquecés a ellos.
Decido probar lo último.
Dejo el refugio del hotel. Ya en la calle me rodea un grupo de bajaj (conductores de “triciclos” que son mitad bicicleta y mitad asiento de calesita). Sin dudarlo e ignorando lo que me dicen me pongo a gritar que pago 1.500 rupias (2.200 rupias= 1 U$S) hasta la calle comercial. Sé que van a decir que es poca plata, que voy a caminar cuatro pasos y que alguno va a aflojar. Llego a Jalan Malioboro y me zambullo en plena feria de domingo. No hay muchas cosas que me interesen, pero no es esa la idea. Salí a divertirme, no a comprar. Comienzo. Camino codeando a la gente, riéndome con ellos o abrazándome a algún amigo de cinco minutos. Pregunto un precio y, casi sin escuchar lo que dicen, le comento que es caro. Decido si entro en el regateo o no. Como el precio es irrisorio, puede ponerse más divertido. Entro.
Y en esta situación es donde aprendo a entender a Indonesia. Tardo media hora en bajar un par de anteojos de 25.000 a 5.000 rupias, pero no discutiendo sino divirtiéndome con el vendedor. Haciéndome “amigo”. Media hora en que no solo compro mis anteojos de sol, sino que casi le concreto una venta de anteojos a un vendedor de relojes y un reloj al vendedor de anteojos. Media hora en que formo dos bandos: uno, cuatro pibes que quieren convencernos de que compremos cualquiera y, otro, mi compañero y yo que intentamos hacerles entender que no somos australianos sino argentinos, que Maradona no es conocido nuestro, que no todos somos futbolistas, que el inglés no es nuestro idioma y que tenemos solo 5.000 rupias.
Al salir de Jalan Malioboro, buscamos nuestro bajaj entre los miles que hay debajo de la antena del edificio de telecomunicaciones. Sin saber qué hacer nos incrustamos en la nube de conductores, ruedas, caños, bicis y asientos. Vamos rechazando ofertas hasta que nos salva el conductor con el que habíamos terminado el arreglo por el precio de ida y vuelta. Al entrar en la calle del hotel Jl. Prawirotaman II, decidimos bajar antes para pelear unos sables de samurai. Nos atienden tres bellezas autóctonas. Y todo empieza otra vez: yo peleo la caída del precio, mi socio canta y traduce letras de canciones de telenovelas mexicanas que, obviamente, también invaden al pueblo oriental. Así, yo gano dos espadas y él, consolida su club de fans de Yogyakarta.
Al salir, vemos enfrente del negocio un restaurante chiquito e interesante. Se llama Bamboo House, sirven comida indonesia, china, japonesa e internacional, como casi todos los de esa calle. Saludamos a su pájaro guardián –hay uno en cada negocio porque ahuyenta los malos espíritus– y entramos. Tras los saludos con el encargado, nos arriesgamos por un beef satay y un ayam goreng acompañados por una Bintang, que es la cerveza indonesia.
Todo el local está recubierto de caña. El frente tiene dos aberturas para las ventanas, pero sin vidrio. De noche cae una esterilla para cerrar. Las mesas y las sillas son de caña malaca y sobre la mesa cuelga una lámpara de caña. Son indescriptibles la calidez del lugar y la atención.
Llegan mis brochettes de carne con salsa de vayaunoasaberqué, con un inmenso bol de arroz blanco, y el pollo frito con arroz y verduras. Todo tiene bastante chili.
Al rato entra un anciano, vestido con un sarong, camisa y ojotas, en una mano un cigarrillo, en la otra una caja roja con forma de ataúd –de unos 60 cm– con 6 cuerdas. Sin decir palabra, se descalza, se sienta, cruza sus piernas y apoya en ellas el lado angosto del instrumento. Deja el cigarrillo en el suelo y, sin más, termina de destrozarnos lo poco de cultura occidental que nos queda con los sonidos más suaves, puros y profundos que nunca antes hayamos escuchado.
Se va, luego de recibir monedas que nunca pidió, agradeciendo y deseando buen descanso.
Pedimos unos panqueques de banana y otra cerveza. Luego, un par de cafés y más tarde unos tés para cerrar. Pagamos más o menos 6 U$S y nos vamos, después de agradecerle al encargado que se desvive en saludos, encarando con paso tranquilísimo las tres cuadras hacia el hotel.
Hay muchos casos en que uno debe cambiar algunos hábitos, pero a tal punto que a veces llegan a introducirte en la absoluta locura, como, por ejemplo, caminar lo más lento posible para que el calor y la humedad insoportables no te destruyan; manejar por la izquierda –con todo lo que eso implica–; almorzar sentado en un guarung (puesto callejero grasiento) un exquisito y barato plato tradicional con la mano; comer y hablar por horas con unas chicas, sentado en una tumba en medio de una ceremonia de cremación; regatear por el simple placer de comunicarte; ver amanecer desayunando un sandwich de banana y huevo cocinados en un fumadero del volcán; esperar cada veinte minutos que tu guía de montaña deje una ofrenda para los dioses; explicarle a dos policías que ese mapa en que necesitás que te ubiquen es de la isla donde viven; meterte en los callejones más inhóspitos, angostos, largos y oscuros que haya; despertarte a las cuatro de la mañana con el primer rezo de los musulmanes por los altoparlantes de la mezquita vecina –siempre hay una en Java–; despertarte otra vez a las cinco, cuando todos los gallos de riña –que abundan más que las mezquitas– se ponen a romperte el sistema nervioso con su canto; viajar diecinueve horas en un micro con música disco japonesa al taco y un grabador con música y cantos infantiles detrás de uno; viajar en un colectivo de línea para treinta personas con cincuenta o en una camioneta de quince con veintisiete; intentar descubrir dónde está el gueko (lagarto) aullando su extraño canto, o buscar un bar en donde sentarte a tomar algo antes de que se largue la tormenta de las tres.
Fue extraño. Esperaba encontrar una cultura totalmente diferente, pueblos chicos y pobres, algo de paludismo, cólera y malaria, gente que vive para la religión y hasta algo de miseria.
Pero no, tanto Java como Bali rebalsan de gente, tienen grandes ciudades y paisajes paradisíacos. Son pobres pero no míseros, sus guarungs tienen aspecto y olor tan desagradable como un puesto de choripán nuestro para un europeo.
Sólo una cosa cambia. Llevan ofrendas para que los dioses malos no hagan daño a su gente, su pueblo, su isla o a nosotros, los turistas. Necesitan dinero para vivir, pero no viven para el dinero; se siente algo más importante y es que su religión, su sistema comunitario de agricultura y sus tradiciones hacen que se comuniquen de una forma más cálida, más sincera, más agradable, que necesiten tocarte para sentirte mejor, que sea un honor para ellos que vayas a su casa a tomar un té, que te saluden con su famoso “Hello, Mister”, que algunos no saben que quiere decir pero sí saben que es la forma de recibir a esos extraños de occidente que caen esperando encontrar tribus extrañas, orientales sumidos en meditación o aventuras en un país pobre y terriblemente subdesarrollado.