Diario de viaje 2. Segundo arranque.
Lunes 1 de mayo. St. Jean Pied de Port – Roncesvalles.
Etapa 1: 24,9 km. (total a Santiago: 774,1 km.)
St. Jean – Roncesvalles: 24,9 km.
A Santiago: 749,2 km.
El segundo arranque.
Primero de mayo del 2000. Llegué a Saint Jean de Pied de Port, a los pies de los Pirineos, al día siguiente del primer arranque. Hice el trayecto en tren, cargando todos los bártulos que traje y que conseguí en Francia: mi vieja mochila española cargada de más y demasiado pesada para caminar, el bordón que tallé en casa antes de salir, un paquete de miedo que conseguí en el primer arranque, el tirón cada vez más doloroso que me quedé como recuerdo de la segunda etapa de la caminata y, por último, un sentimiento de orgullo destrozado típicamente francés.
Me llevó dos días calmarme, convencerme que lo puedo hacer, bajar un poco de peso el equipaje e intentar que mi pierna izquierda mejore un poco.
Me desperté tipo cinco. Me dormí otra vez y me despierto nuevamente con el teléfono a las siete. Armo lo que falta, desayuno en el hotel mientras veo algunos peregrinos saliendo, me calzo el sombrero, armo el bordón y empiezo otra vez el mágico, fabuloso y recontra aterrador Camino de Santiago.
Voy a la iglesia y, en la fuente peregrina que hay al lado de su puerta, cargo agua para el Camino. Miro el reloj que está sobre la puerta de España: ocho y cuarto. No puedo fiarme de un reloj tan viejo así que lo verifico con mi reloj pulsera: son, exactamente, las ocho y cuarto. No me acostumbro a la idea de que todos los relojes de los edificios anden y menos aún, que lo hagan bien. Pero es así, siempre, pero siempre, me cagan.
Cuelgo la cantimplora y cruzo el portal de España rumbo a Santiago de Compostela. Pasando el puente viejo sobre el río La Nive, tomo la calle España y empiezo a subir. A los cinco minutos de haber salido me cruzo con una persona que está bajando al pueblo, lo saludo y él, así sin más, me dice: “buen camino”. Me mató. Sabía que se dice eso, pero la sola situación de escucharlo, y que me lo digan a mí, me emociona; definitivamente estoy en el verdadero Camino. Y como si no me bastara, lo verifico porque todo va cada vez más cuesta arriba, tal como me habían contado y como me lo temía. Más adelante, mucho más lejos se ven algunos peregrinos, y subo y sigo subiendo. Realmente es durísimo. Cruzo caseríos muy lindos y paso algunas granjas por el medio, siempre siguiendo una ruta angosta, de dos manos, sin tráfico casi. A lo lejos, muy muy arriba veo dos casas blancas por donde según la guía tengo que pasar en un rato. Ayudaaaaa!!!!!
En Untto, a las diez de la mañana hago mi primera parada, desde donde estoy se ve St. Jean Pied de Port, valles llenos de casas blancas con techo rojo esparcidas por todos lados y regado, además, de ovejas pastando. Tardo cinco minutos en armar un cigarrillo que queda bastante deforme y que, cuando lo termino, tiene un gusto a poco terrible. Descanso un poco y tomo agua. Se me cruzan los primeros tres peregrinos: dos brasileñas bastante maduras y un brasileño más joven con una guitarra. Van caminando despacio al son de una bossa nova. También otro brasileño más grande, Sinclair, que más que caminar va trotando casi; y finalmente otro más joven, “el fotógrafo” lo bauticé porque saca fotos hasta del cielo.
Y continuamos hasta las casas de Arbola Azpián siguiéndonos, pasándonos todos, en subida fuerte y cansadorísima. Estas son las dos casas blancas que se veían desde abajo. Nos detenemos en un mirador con aclaraciones acerca del paisaje y una fuente. Al rato llegan un par de alemanes, luego más brasileños y finalmente unos veinte o treinta suizos. La extrema soledad de los caminos en Francia se transforma así en la calle San Martín a las once de la mañana. Un verdadero quilombo de gente.
Reanudo la caminata ilusionado porque la guía dice que el camino se suaviza, pero solo sigue siendo una “suave subida”. A la una de la tarde llego a la estatua de la virgen a unos 11 km. de St Jean; ahí me encuentro con tres holandeses, Sinclair y Caio otro brasileño. Sinclair sale disparado, luego Caio, llegan los treinta suizos, los alemanes, el fotógrafo, se van los holandeses. Es algo así como el típico tráfico de gente en medio de una gran ciudad salvo que estamos en medio de la montaña y todos con mochilas de algún tipo.
Me rajo. No es muy agradable ver como come terreno la escuadra suiza y me pisa los talones; más adelante me junto con Caio y seguimos juntos, por supuesto, subiendo siempre. Al este se ven montañas nevadas, el resto se ve bastante pelado pero muy bonito. La carretera por esta zona está completamente vacía, de vez en cuando pasa algún auto pero no es raro verlo volver al rato. Por momentos pienso que suben las mochilas o a la gente misma. Nos pasan los holandeses. Los suizos se acercan y también nos pasan. Y así es por unas cuantas horas más: siempre subiendo, siempre cansados, muertos de calor. Finalmente, llegamos a lo más alto, bordeamos el alambrado que hace de frontera entre Francia y España por un buen rato y al rato la cruzamos por un guardaganado. Luego, más subida. Y ya son las cuatro de la tarde. Y más. Y nos agarra miedo de que los suizos, al pasarnos ocupen todo el albergue; ellos vienen con mochilitas chicas porque el peso cierto lo llevan en coches de apoyo.
Pero finalmente llega la bajada. Al empezar la misma pasamos a los holandeses y los suizos. Todo lo que subí en ocho horas, lo bajaré en dos. Las rodillas, los tobillos y los dedos no se lo bancan, peor si quiero dar buen paso para que no me pasen. Al rato de estar bajando escucho un sonido sordo que retumba detrás mío, giro la cabeza y veo una señora de 65 años pisándome los talones y detrás, toda la escuadra suiza. Caio intenta cerrarles el paso pero le pido que deje porque nos vamos a fracturar si seguimos forzando tanto el ritmo, que pasen. Y lo hacen. En cinco minutos desaparece el último del grupo de mi vista. También los holandeses. Aflojar un poco el paso me da tiempo de mirar dónde estoy. Un bosque impresionante, rodeado de hayas con los brotes a punto de explotar, esperando que termine el frío. A la media hora, siempre en continua bajada, las hayas ya habían abierto sus primeras hojas. Luego de otra media hora, todas tienen dos grupos de hojas ya. Me impresiona la magia del caminar; siento que es algo que en auto es casi imposible de descubrir, pero el lento paso que llevo me deja mirar detalles. Me fascina.
Son las 17:45 cuando llegamos a la Colegiata de Roncesvalles. Al entrar en la oficina donde sellan credenciales se larga a llover. Llegamos justo. Nos atiende un cura macanudísimo, muy viejito, cuya familia se fue a vivir a Argentina. Me lleva hasta el ala que hace de albergue y me presenta a un señor muy agradable también que me ubicaría en el cuarto. Subimos las escaleras charlando, él mira mi bordón y me hace algunas preguntas acerca de su manufactura, tanto le gusta que empieza a hacer pruebas de elasticidad y resistencia. Casi me muero viendo al pobre bastón doblarse de tal manera que imaginé que estallaría, pero por suerte aguantó perfecto. Luego seguimos subiendo. El albergue para peregrinos, en el siglo XVI, era un hospital de beneficencia. Tiene dos cuartos abajo y dos arriba con un total de sesenta camas según la guía; yo creo que debe haber algunas más. Entro en el último y me ubico en la litera de la esquina, la más alejada a la puerta.
Después de una ducha entre tibia y fría salgo a tomar un café con la idea de escribir algo antes de la bendición de peregrinos. En el bar de Sabina uno de los dos que hay en Roncesvalles me entero que hay un menú para peregrinos y que, si uno lo quiere, hay que anotarse. A las 8 p.m. voy a la iglesia.
La misa estuvo linda, fue en honor a San José por ser el día del trabajo y bendijeron a los peregrinos enumerando nacionalidades y localidades de donde vienen desde ya soy el único Argentino, así que lo tomé como bendición personal. Fue muy emocionante. Un cura tocaba el órgano, otros cinco rezaban, cantaban o leían adelante.
Salgo y voy a cenar el menú de peregrinos. Mil pesetas por sopa, trucha con fritas, helado, pan y vino rosado. El problema es que, al estar solo, me sientan con tres franceses. Pusieron la mejor onda pero fue un embole cenar, el día en que finalmente entro a España, escuchando francés.
Me llama muchísimo la atención la edad de los otros peregrinos. No creo equivocarme por mucho si digo que soy unos de los cinco mas jóvenes de los setenta que he visto. El promedio rondará los cincuenta y cinco años mas o menos; gordos, flacos, viejísimos, en fin, todo lo que uno no imagina que verá. La escuadra suiza, por ejemplo, tiene un promedio de sesenta años. Y es impresionante verlos andar; son unos treinta peregrinos que me pasaron como cinco veces y siempre iban peinaditos, prolijitos, medias altas, sonrientes… en cambio yo ya estaba destruido, chivado, muerto…
Termino mi cena y luego de fumar un cigarrillo voy al cuarto, ya que a las diez cierran el albergue y yo todavía tengo que sacar la bolsa de dormir y arreglar la cama. Algo realmente complicado y grotesco. Mucha gente en semibolas, todos viejos, ronquidos por doquier, el sol que no termina de irse, el de arriba que sube y baja cada dos minutos, la bolsa de dormir que me cocina… que se yo. Mucho no me convence.
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