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Diario de viaje 01. Arranque.

Luego de meses preparando mi ida del trabajo, juntando equipo y armando lo que faltara, el Camino de Santiago empieza a tener visos de realidad. Primero será una larga caminata desde St. Jean Pied de Port hasta Santiago de Compostela, donde reposa Santiago el Mayor, Santiago Apóstol; luego iría a visitar a mi tía, que volvió a la región en la que nacieron mis bisabuelos y donde la recibieron como una más de la familia; finalmente, un paso rápido por la Alambra y volver a casa.

El viaje de mis sueños. Todo tiene sentido. Aunque, si lo miro bien, todo tiene sentido salvo St. Jean Pied de Port. ¿Porqué empezar por ahí? Un nombre que no me dice nada, salvo que está en los Pirineos y que es donde los caminos franceses entran en España. Desempolvo los libros del Camino intentando aprender algo de esta ciudad, pero no me devuelve nada significativo, entonces encaro los mapas, más libros y busco un sentido, una palabra o algún lugar que no me sea tan indiferente.

Encuentro Lourdes a unos sesenta kilómetros de St. Jean, es una posibilidad. Días después encuentro un pueblo llamado Saint Leonard de Noblat, cerca de Limoges en Francia. Está en medio del Camino de Vezelay, una de las cuatro rutas medievales que conducían a los peregrinos hasta la tumba del apóstol en Santiago. Me gusta. Busco más información y me entero que ahí, está enterrado San Leonardo, el responsable de que mi nombre figure en los libros de nombres.

Me gustó. Tiene sentido. Ahora cierra toda la idea. Bueno, salvo un simple detalle: St. Leonard de Noblat queda a unos 460 km. de los Pirineos, así que en vez de ser 780 kilómetros, serían 1240 en total.

El 21 de abril a la noche, junto todo y lo meto en la mochila. Es una sensación que me encanta. El verla de nuevo armada, con ganas de salir, sus costuras, sus correas. Cuando termino hago el típico ritual: la miro un rato, fumando un cigarrillo mientras sueño con cargarla y finalmente me atrevo, la levanto y me la cargo.

Casi me muero. Está pesadísima. No tanto como para un viaje de campamento, pero demasiado para caminar durante cincuenta días. Intento convencerme que ya me acostumbraré, que no debe ser tanto el peso sino que hace un año que no cargo nada sobre los hombros; que bueno, tiene mucho para la etapa de Francia pero eso luego se tira.

La bajo, me siento y prendo otro cigarrillo. ¿qué hacer? ¿qué sacar? Hice la lista cinco veces y cada vez que la rehacía sacaba cosas, menos no se me ocurren. La abro, saco todo al suelo otra vez y miro; separo lo fundamental de lo no tanto y la vuelvo a armar. Cuando termino, solo queda una cuerda al costado. No, no es esa la idea. Justo viene mi mujer y le comento el problema. Entonces la vuelvo a desarmar y ella me ayuda a sacar algunas cosas. Voló una de las dos libretas de notas, dos mapas, dos medios mapas – casi me muero cuando me dice de cortarlos- , más cuerdas y algunos papeles más. Se nota que bajó un poco el peso, pero no mi depresión ya que ni de cerca está en los ocho kilos que deberían ser. Nos vamos a dormir, ya tendré tiempo para saber qué es lo que realmente puedo tirar y qué no.

El día de la partida soy puro nervio. Y mi mujer también. Incluso los gatos. Una vez en el aeropuerto, hago los papeleos típicos y, luego de una dura despedida, me voy intentando no mirar atrás. Todo el vuelo me quedaré pensando en lo que dijo la señorita del mostrador de la compañía aérea: 18,5 kilos.

El primer arranque.

28 de abril del 2000. St. Leonard de Noblat, Limousin, Francia.

Imagino que nadie debe saber qué hace esta ciudad en el globo terrestre. Pues bien, yo tampoco lo sé, salvo por un pequeño detalle y es que aloja la tumba de San Leonardo. Pensé que empezar semejante periplo desde la villa donde descansa quién tuvo mi nombre, sería algo así como empezar realmente desde el principio.

Y una mañana otoñal, en plena primavera francesa, salgo del albergue que me cobijó por tres días rumbo a Santiago de Compostela.

Dejo la ciudad pensando en el cruce del puente medieval dos kilómetros más adelante, toco la ruta pensando por cuántos kilómetros más carecerá de banquina, más adelante me pregunto dónde podré parar, cuando finalmente me detengo intento visualizar cómo serán los próximos once kilómetros, en los próximos kilómetros pienso si Limoges será linda y, en el último kilómetro, ruego que llegue de una vez por todas antes que me caiga muerto.

Y así llegué a Limoges, caminando un camino con tanta ansiedad y expectativa que olvidé cruzar por el puente medieval y fotografiar una cruz de hierro hermosa que había antes de éste, tampoco disfruté el caminar pensando en donde detenerme a tomar algo, cosa que cuando llegó tampoco disfruté por la ansiedad de saber cómo sería el siguiente paso que tampoco disfruté por querer llegar.

Pero finalmente llegué a Limoges y no puedo disfrutarlo porque estoy cansadísimo, tengo un tirón muy doloroso en el muslo izquierdo, y la espalda doliendo también.

Demasiada energía junta para empezar. Y demasiada energía gastada de más para un solo día. Demasiados errores que no sé como arreglar. Demasiados sueños que no sé como cumplir. Y, sobretodo, demasiadas metas que no quiero lograr.

Si esto es el Camino, abandono.

Si abandono, todo lo que peleé para que esto fuera posible ha sido en vano. Pero no quiero seguir.

Pienso alternativas.

Y me juego por una.

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En mi trabajo quiero transmitir sensaciones. Transportar al espectador a la simpleza, la perfección y lo asombroso del mundo natural, a esos momentos mágicos de conexión con éste, donde la maravilla del universo se traduce al lenguaje cotidiano por medio de líneas, planos, texturas y colores. Más en mi biografía.

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