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Diario de viaje 9.

Martes 9 de mayo. Viana – Logroño.

Etapa 8: 9,4 km.
St. Jean – Logroño: 162,3 km.
A Santiago: 611,8 km.

Nos levantamos tardísimo como siempre, pero debo aclarar que mucho más tarde que los demás peregrinos ya que difícilmente pasemos de las siete durmiendo. Al salir del albergue, mi olfato cafetero descubre uno de esos bares que gracias a Dios abren temprano y desayunamos ahí; luego de cuatro días consigo tostadas con manteca nuevamente.

A eso de las nueve y cuarto salimos para Logroño, a solo nueve kilómetros de Viana, donde llegamos al mediodía. Un camino normal, sin sorpresas ni cosas raras. Dejamos Navarra y La Rioja nos da la bienvenida con un nudo de autopista cansadorísimo de esquivar; luego caminamos entre parajes demasiado urbanos pero sin casas, algo así como terrenos baldíos.

Faltando menos de un kilómetro cruzamos la casa de Felisa. Ella es una señora viejita que desde quince años hace guardia en la puerta de su casa, un rancho bastante caído, esperando a los peregrinos. La mejor definición de Felisa es el lema de su sello: “hijos, agua fresca y amor”. Bajo la mochila y me siento frente a ella. Hablamos de sus hijos, sus hijas e historias de peregrinos famosos u olvidados, otros tantos seres anónimos que ella vio pasar alguna vez. En sus ojos, se lee la historia del camino, los esfuerzos para señalizar su zona o para levantar el camino hace más de diez años cuando todavía dormía en un semiolvido. Luego de un rato, seguimos rumbo a Logroño.

La entrada a la ciudad es por el puente sobre el Río Ebro y, al final del mismo, está Caio. Juraría que me está esperando. Nos conduce hasta el albergue que, como todavía está cerrado solo nos puede servir para dejar las mochilas. Pero rechazamos la oferta pues pensamos ir a un hostal. Vamos a turismo, perdemos a Arnaldo cuando se va detrás de unos viejitos sacándoles fotos, averiguo por pensiones y hostales, visito un par, pero o no tienen habitaciones de tres personas, o las tienen con baño afuera, o son caros, o… resolvemos dejarlo para otra vez ya que no tiene sentido perder el día buscando una habitación así que nos vamos a comer antes de que abra el albergue.

Almorzamos unas tortillas, un bocadillo y un excelente jugo de naranja exprimido. En la mesa estamos Arnaldo, Angela, Caio, Sergio y yo. Sergio es brasileño, de Florianópolis. Vuelve a dominar el idioma portugués sobre el español. Luego vamos al albergue, unos quince minutos antes de la hora de apertura y esperamos a que abra. No solo es extraño esperar que un albergue abra ­es la primera vez que vivo eso­ sino que también lo es la calle llena de peregrinos esperando. Mucho no me convence el asunto y un señor que justo pasa por ahí nos grita: “peregrinos!! ¿éstos son peregrinos? en mi época los peregrinos caminaban, no esperaban horas hasta que abra un albergue!!” La ansiedad de la masa crece y empiezan a hacer cola. Como se retrasó media hora la apertura algunos se quejaban. No puedo creerlo, no hago otra cosa que quedarme sentado con la espalda apoyada en la pared y frente a la puerta preguntándome si esto será así todos los días.

Finalmente abren y los peregrinos se zambullen corriendo hacia la mesa de entrada. Los hospitaleros son una pareja majísima con los que me quedo hablando un rato. Luego de bañarnos juntamos la ropa de los tres para meterla en el lavarropas y luego en la secadora ­que luego de una hora descubrí que no secaba nada­. Afuera llueve y para. Y cuelgo la ropa igual. Todo el proceso lleva como dos horas así que salgo a la ciudad recién a las cinco de la tarde. Pensar que la idea de caminar solo nueve kilómetros fue para disfrutar de la ciudad tranquilo…

Los cinco del almuerzo, caminamos hacia un cybercafé. La conexión resulta lentísima y los tres pendejos a mi derecha chatean haciendo un quilombo madre así que tardo cuarenta minutos en leer e imprimir los mails, intento escribir algo pero no me queda tiempo casi. Pensando en meterme en el bar de al lado para leer los mails veo que se nubló mal, así que mientras terminan los otros, me voy chancleteando rápido al albergue a meter la ropa adentro, porque sino no se va a secar nunca y no va a ser muy agradable ir cargando toda mi ropa mojada en la mochila. Cuando vuelvo justo terminn Sergio y Arnaldo, vamos al supermercado ­para que compren comida para el otro día­, llamo a la negra y luego a Pepe para decirle que se nos complicó todo el día y no lo podremos ver­ y luego rápido a cenar. Son las nueve menos cuarto y el albergue cierra nueve y media. La cena me cae como piedra del stress que tengo de tanto apurarme. Volvemos corriendo al albergue antes que cierre.

Una vez adentro voy a la cocina a leer los mails. Empiezo uno y, a media página, me hablan; contesto lo básico e intento seguir, pero me hablan otra vez. Joder, creo que va a ser difícil leer esto hoy así que me engancho en la charla con Arnaldo, Tulio ­brasileño, ciclista, que vive en California­ y Ricardo ­brasileño ciclista también, paulista, militar­. Hablamos de las diferentes vivencias del Camino desde el punto de vista del que lo hace en bicicleta respecto al que lo hace a pie.

El primer tema es casi obvio, ya que esa envidia que le agarra a uno al llegar a la cima de una terrible colina tras la cual viene una bajada tan cansadora como la subida hecha, el ciclista no lo sufre. Al llegar a lo más alto se sientan en la bici y, gracias a Newton, descansan mientras van a velocidades que superan seis o siete veces la mía. Pero me explican que no solo las subidas son terriblemente duras ya que en muchas tienen que empujar la bicicleta toda cargada del manillar, sino que la mayoría de las veces no pueden tomar la senda de los peregrinos a pie, por ser muy peligrosa para las bicis, y tienen que ir por la ruta mucho más camino que nosotros con todo el riesgo que eso implica respecto al tráfico.

Cubren una media de cincuenta kilómetros diarios pero al no dejarlos entrar en los refugios antes de las seis de la tarde, ya que tienen prioridad los peregrinos de a pie, a veces recorren un poco mas para matar todo el tiempo que les sobra. Además si a las seis el albergue está lleno los mandan al próximo, quede donde quede. Así fue como ayer tuvieron que hacer noventa kilómetros y por eso, hoy, solo recorrieron veintiocho para poder parar a descansar.

Seguimos un rato con los detalles de las bicis hasta que en un momento sale la depre de Ricardo, totalmente vencido por todos estos kilómetros que lo mataron. Sólo recuerda que no daba más, que las subidas eran imposibles y que todo el paisaje que había visto en el día era la franja amarilla de la ruta. Sólo la franja amarilla, siempre la franja amarilla… y a lo lejos, allá arriba, veía a Tulio que lo esperaba; pero cuando llegaba, el otro salía luego de haber descansado y él seguía, y no se bancaba más. Siendo militar no podía ser menos que Tulio, pero éste tiene entrenamiento y él no. Y que si es así no le gusta nada el Camino.

Hoy es su tercer día. Mi octavo. Y ambos salimos de St. Jean.

Luego se enganchan en la charla Engracia ­la hospitalera­ e Isarra ­peregrina que estaba de hospitalaria provisoria en Estella­. De a poco se le fue pasando la “pájara”, así es como lo llaman en España al estar hecho mierda desde todos los puntos de vista ­físicos, energéticos, psicológicos­. Nos colgamos hasta las doce y media hablando en la cocina del albergue. Estuvo muy bueno y fue lindo verle la cara a Ricardo cuando se fue a dormir, era otra persona. Lejos, la mejor noche en albergues. Mientras íbamos a acostarnos, Arnaldo me dice: “viste, por esto no conseguimos hotel. Nos hubiéramos perdido esta noche”.

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En mi trabajo quiero transmitir sensaciones. Transportar al espectador a la simpleza, la perfección y lo asombroso del mundo natural, a esos momentos mágicos de conexión con éste, donde la maravilla del universo se traduce al lenguaje cotidiano por medio de líneas, planos, texturas y colores. Más en mi biografía.

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