Diario de viaje 36.
Miércoles 7 de junio. Santa Irene Santiago de Compostela.
Etapa 35: 23,3 km.
St. Jean Santiago de Compostela: 774,1 km.
Y desde Santa Irene solo queda un trámite. Veintitrés kilómetros para llegar a Santiago de Compostela.
Luego de salir forzosamente del albergue privado, ya que no hay nadie que abra la puerta, comienzo a dar pasos en dirección a Santiago con toda la intención de parar en Arca a desayunar.
Y ahí pasa lo que nunca antes había sucedido. Me pasé, me perdí. Nada grave en sí, pero me parece muy significativo volver pasos atrás el último día, el día “trámite”. Decididamente no hay que descuidarse con el Camino.
Remendado el error, largo otra vez y el camino solo se va haciendo. Unos paisajes bastante quedados para último día, pero Santiago es una ciudad grande y sus alrededores también lo son en alguna manera. Durante horas rezo el rosario budista pues tengo la intención de regalárselo a Santiago y, por otro lado, para calmar un poco la ansiedad.
Luego de salir de la última corredoira del Camino, adelanto a una pareja y les deseo, como siempre, buen camino.
¿de dónde han salido hoy? me pregunta el señor.
De Santa Irene le contesto.
¿y a qué hora han salido?
Hace dos horas, ¿porqué?
Pues que nosotros venimos de Arzúa y ya llevamos cinco horas andando.
– ¿cómo es que habéis salido tan tarde?
Porque nos gusta así. Encontramos placer en desayunar, caminar tranquilos y disfrutar el paisaje. Ta luego. Y aprieto un poco el paso, pues no me gusta como viene ni hacia donde se dirige la charla además de no encontrarle sentido.
Bordeamos el aeropuerto, pasamos San Paio y finalmente llegamos a Labacolla; todavía faltan diez kilómetros para Santiago y unos cinco y medio hasta Monte do Gozo donde, si el albergue tiene gente copada posiblemente nos quedemos para entrar en Santiago todos juntos mañana.
Buscamos un bar y nos sentamos. Al entrar me encuentro con Toño, desayunando y dispuesto a irse para entrar en Santiago, lo saludo, le deseo buena entrada y se va. Nuestro almuerzo dura un buen rato. A la media hora llega la pareja que antes habíamos adelantado.
Cargándonos las mochilas le pregunto al dueño del bar por donde sigue el camino.
el camino marcado lo encuentras: subiendo estas escaleras hasta la iglesia o siguiendo la ruta donde te lo cruzarás en cien metros.
Vale, agarro la ruta entonces para no subir todo esto al pedo.
¡Hey, que no hagas trampa! me dice el señor que viene de Arzúa.
Yo no lo puedo creer, tener que soportar el último día un tarado de semejante naturaleza; para colmo, español porque si fuera francés dentro de todo lo entiendo y me lo banco, pero este me logra sacar.
Disculpe, ¿dónde ha empezado el Camino el señor? le pregunto.
En Sarria. ¿y esto es hacer trampa?
Sarria queda a 114 km y más de 100 ya valen.
Señor, llevo 650 kilómetros más que eso y un mes de viaje. Si usted lo considera una trampa, allá usted, pero el día que empiece en los Pirineos lo volvemos a hablar, ¿vale?
Y me vuelvo a ir rumbo a Monte do Gozo, obviamente, por la carretera. El problema es que quedo con una carga de bronca impresionante, con muchísimas ganas de putearlo. Pero no pude, preferí irme y hoy todavía lo siento como una cuenta pendiente.
La subida a Monte do Gozo se hace fatal ya que esta vez sé que veré mi meta detrás. No como todos los otros montes que crucé anteriormente. Pero finalmente subo y, de lejos, veo Santiago de Compostela. Una ciudad como cualquier otra salvo por un detalle, y es que ahí se termina este Camino. El albergue es parecido a una barraca militar. Sinceramente no me gusta ni para pensar en quedarme. Encuentro algo de gente conocida, pero no tanto como para resistir el impulso de bajar. Y sigo.
Un grupo de veinte chicos también entran en ese momento pero prefiero vivirlo más tranquilo, así que me detengo en un bar en la entrada, a unos tres kilómetros de la catedral. Son las cuatro y media de la tarde.
Luego de un rato, tomo coraje, y me dispongo a dar los últimos pasos. Es toda una mezcla de emociones. Es raro, no, es… es una ciudad grande y ya ni pelota el tema. Soy un alma más de las que caminan por las calles atestadas. Uno más de los tantos que llegan por día. Paso por la calle de las animas, que siguen en el purgatorio; y veo la catedral desde atrás. Un sentimiento de vacío toma mi abdomen. Esta última etapa, de veintitrés kilómetros se me hizo larguísima. Guardo la cámara de fotos, me ajusto las botas y sigo. Desciendo por uno de los costados de la catedral hasta la plaza del Obradoiro. En el centro, una placa tiene la última vieira del camino. Ahí me paro. Y miro.
Es loco. No siento haber caminado tanto tiempo.
Santiago, fin del camino. En la catedral hundo los dedos en la columna del parteluz, paso a Mateo y voy a abrazar al santo. Oro ante su tumba. Oro en su iglesia, pidiendo que me enseñe mi don, que me permita ser su herramienta. Y salgo por la puerta de las platerías.
Un cigarrillo y vuelvo a misa. Son las siete y media de la tarde. Una misa rodeado de gente que cuchichea pero, como pagaron para que el botafumeiro trabaje, parece que tienen el derecho de hacer lo que quieran. Me hubiera encantado que hubiese poca gente pero no, cada misa es un espectáculo. Y como todo espectáculo es un quilombo. El cura habla de los peregrinos. El botafumeiro vuela de pared a pared, de techo a techo. Me emociono muchísimo. Y sonrío.
Es Santiago. Finalmente llegué.
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