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Diario de viaje 32.

Sábado 3 de junio. Sarria – Portomarín.

Etapa 31: 22 km.
St. Jean ­ Portomarín: 682,5 km.
A Santiago: 91,8 km.

Salimos del hostal preparados para la subida hasta la parte vieja de la ciudad. Desayunamos en la plaza, frente a la iglesia, unos mates con galletas. Luego sellamos en la guardia civil y salimos de la ciudad. Se nota muchísimo que es sábado, pues, al estar tan cerca de Santiago, muchos españoles aprovechan el fin de semana para hacer parte del trayecto que los separa de la gran meta.

La idea es desayunar en serio en Barbadelo, pero no encontramos ningún lugar donde comer. Kilómetros más adelante surge de la nada una casa rural ­agroturismo­, donde nos empinamos un doble desayuno de aquellos. El paisaje cambia bastante respecto a días anteriores, caminos más abiertos pero con la lentitud de las corredoiras; igual, es mucho más bonito que el páramo por suerte. Los kilómetros no pasan nunca y me siento bastante cansado. Extraño aquellos días que de vez en cuando me tomaba para parar y no caminar.

Recién ahora me doy cuenta lo bien que me hacían para recuperar un poco el cuerpo. Por más que descanse bien a la noche, la historia de cargar todas las mañanas la mochila y salir a caminar, poco a poco me va destrozando. Hacemos otra parada en Ferreiros, donde no podría jurar que haya un pueblo sino un refugio y ­gracias a Dios­ un bar. Los pueblos son muy chicos, sin bares ni nada, solo gente que vive del ganado o del cultivo. Antes de Ferreiros pasó el kilómetro cien. Un mojón lo marca. Y yo me quedé sin fotos hace día y medio y todavía no pude conseguir rollo de diapositivas así que no habrá foto de tal suceso.

Igual, se nota que entré en Galicia, y empezó el tiempo de la transformación: ya no hay sorpresas, ya no hay nadaS simplemente se camina y se disfruta de la vida.

Bastó ayer bajar al papel la historia de los duendes para que desaparezcan. Ya no hay cuentos de niños, caminos mágicos ni nada. El terreno se hizo más normal. Desde una colina se ve Portomarín, imponente sobre el embalse de Belesar, a la cual casi llego en medio minuto si no me hubiera movido por instinto para evitar que cuatro bicicletas que vienen disparando me lleven puesto. El último tramo siempre es duro y esta vez no es la excepción; luego de cruzar el puente sobre el lago hay una inmensa subida hasta el albergue. Este hierve de gente. Busco una cama que no tenga franceses cerca, pero no, por suerte están todos en el albergue de al lado, más chico. Me dicen que no hay agua caliente y me vuelve la sensación de no bancarme estos albergues grandes. Finalmente lo resuelvo yendo a bañarme al otro albergue porque Caro descubrió que ahí si la ducha sale bien. Lavo ropa mientras converso con la brasileña y el uruguayo que conocimos en Villafranca ­los que dormían abajo mío­. También hay un argentino con mucha cara de dibujo de Molina Campos, habla bien porteño y es el típico argentino.

Café por ahí, caminata por acá, saludo a Casey y Vero, cortas charlas con algunos españoles, compro dos rollos de diapositivas en la zapatería ­el zapatero antes fue fotógrafo y me mostró algunas tomas que había hecho del Portomarín viejo, antes que inunden todo el valle trasladando la ciudad hasta donde está actualmente­ y finalmente vamos a cenar. Nada espectacular tampoco.

Vuelvo al albergue y me tiro a dormir. Arriba mío, unos pendejos hacen un quilombo de locos; eso, más la cercanía de Santiago no me deja dormir.

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Más acerca del autor

En mi trabajo quiero transmitir sensaciones. Transportar al espectador a la simpleza, la perfección y lo asombroso del mundo natural, a esos momentos mágicos de conexión con éste, donde la maravilla del universo se traduce al lenguaje cotidiano por medio de líneas, planos, texturas y colores. Más en mi biografía.

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