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Diario de viaje 24.

Viernes 26 de mayo. Astorga – Santa Catalina de Somoza.

Etapa 23: 9,5 km.
St. Jean – Santa Catalina de Somoza: 525,0 km.
A Santiago: 249,2 km.

Me levanto cuando está terminando la primera tirada de peregrinos de la mañana. Luego de una noche horrible no tengo ganas de quedarme modorrando en el colchón sino que prefiero ir a tomar un café. Como ayer no pudimos ver nada de la ciudad, decidimos recorrerla hoy a la mañana y salir a caminar un poco más tarde. Está el museo de “las Edades del Hombre” en la Catedral y en el Palacio Gaudi y, las chicas, quieren chequear mail. Salgo a fumar un pucho mientras espero que se despierten pero cuando quiero volver a entrar, me doy cuenta que la puerta no se puede abrir desde afuera. Así que me quedo plantado quince minutos afuera, con bastante frío, hasta que sale un peregrino. Armo todo, les aviso a las chicas donde encontrarme y me voy a un bar frente a una de las plazas de Astorga. Buen desayuno.

Me gustan las ideas simples. Y me divierten las de ahorro en España. Algunos métodos son viejos conocidos, como la canilla del lavabo que se acciona aprentando un botón; luego de un rato se corta el agua automáticamente. También el secador de manos, cuando pongo las manos debajo, anda; si las saco, para. Pero también hay algunos que no conocía, por ejemplo el mismo sistema del lavabo pero en la ducha. La que me tocó a mí tenía un solo botón que de alguna forma me daba el agua a la temperatura que me gusta. Así que me bañaba y, de vez en cuando, le pegaba nuevamente al botón para que no se corte el chorro. No es muy práctico que digamos, pero al menos no se pierde mucha agua. Algunos peregrinos me contaron que una ducha era igual, pero con botones de agua caliente y fría; ahí si que la pasaron mal. Si quemaba mucho le pegaban al de agua fría, entonces el agua se congelaba de a poco así que le pegaban al del agua caliente y, lentamente, se iba pasando a el grado de ebullición. Así toda la ducha. Me alegro no haber encontrado ese método. Otro caso extraño es la luz del baño. Al entrar toco un botón que prende la luz, ésta trabaja con un timer como los de las escaleras de los edificios de Buenos Aires. Me pareció una idea muy práctica hasta que me toca ir a sentarme al baño en vez de hacer mis necesidades de pie. Entro, prendo la luz y paso al sector del inodoro. Cuando estoy en medio de la concentración se oscurece todo. Joder. Hurgo en la oscuridad buscando una luz roja que suelen tener estas perillas. Busco nuevamente algo que me indique dónde coños está el botón. Finalmente me paro y con el pantalón a media asta voy palpando todas las paredes del baño hasta encontrarlo. Lo enciendo nuevamente y vuelvo rápido a encerrarme antes que entre alguien y me vea así, caminando como una geisha alcoholizada. Desde ya que nunca pude recuperar aquella concentración inicial. Otra ocasión entro al baño de un albergue a bañarme y lo mismo. Prendo la luz, entro en la ducha, investigo donde poner la ropa ya que generalmente no tienen más que un gancho pegado a la regadera donde toda la ropa quedaría más lavada que cuando intento limpiarla, abro la ducha y todo mojado y enjabonadoS pff. Oscuridad total. No puedo creerlo. Me salva la situación de escuchar que alguien entra en el baño y le pido que toque el botoncito que está al lado de la puerta para que me prenda la luz por favoooooorrrrr. Gracias. Otra vez. Gracias. Otra vez. Y salí.

Extraño es el trabajo de la vida con uno pues presenta seres y situaciones muy extrañas. El otro día pensaba que ahora estaba en la etapa de mi vida actual. Y ni imaginaba cuál sería el próximo paso. Y aparecieron las chicas. Y me extrañó. Caminamos juntos y me sentí bien. Treinta kilómetros se hicieron cómodos; tuvo sentido caminar por la ruta hasta Villadangos, y tuvo sentido también quedarme. Ahí las encontré. En Villar de Mequetrefe no las hubiera visto. Y tampoco a nadie porque todos siguieron hasta Hospital de Órbigo.

Mientras tomo mi desayuno, veo los últimos peregrinos yéndose. Mi perra mente empieza a mandar mensajes suavemente: “Caminá y dejate de joder, no vas a esperar todo el tiempo que les lleve levantarse, boludear y dar vueltas. Además, seguro decidan no caminar hoy y vos, acá, sentado como un boludo mientras se va el día.” Pero para qué, le respondo, hoy podría hacer veinte kilómetros hasta Rabanal pero mañana serían treinta y pico con subida a la Cruz de Hierro incluida. Así que la partición de hoy no sería muy diferente si saliera ahora o dentro de un par de horas.

Y porqué las chicas, pienso. Y lo loco es que son las primeras argentinas que veo. Y más extraño aún que vienen con mate. Algo que me acerca muchísimo a las costumbres de allá ­no la supuesta argentina que vivía en Suiza de la que me hablaron en St. Jean­. La vuelta a lo mío, la comodidad de estar en casa. Yo las puedo ayudar conduciéndolas por el camino, ellas a mí relajando mi ansiedad. Caminan a mi paso, huevean a mi tiempo. Vuelve el conducir y, a pesar de lo que creía, me da paz y me ayuda a disfrutar la vida. Y me gusta combatir las ansiedades cuando puedo; cada vez que lo hago algo me demuestra que no está mal, que no es errado.

Llegan las chicas al bar y desayunan, luego vamos a “Las edades del hombre”, a chequear mail, a almorzar y finalmente a buscar una farmacia dentro de las cuatro horas en que todos los negocios cierran. Salimos de Astorga a las cuatro de la tarde y, ¿si eso no es meterme las ansiedades ahí, qué lo es?. Entramos en Murias de Rechivaldo a eso de las cinco. Cinco de la tarde y recién van cuatro kilómetros y medio. Las chicas cargan el cansancio de los treinta kilómetros de ayer y el haber dormido también para el orto anoche. Saliendo de Murias, nos pega un viento fuertísimo de frente y con algo de llovizna. Cuando verifico que ninguna tiene más que una camperita para la lluvia les digo de volver a Murias, tomar un café y ver que pasa con el clima. El bar es muy tranquilo y muy lindo, realmente dan ganas de quedarse. El clima no cambia aunque por momentos la llovizna se detiene así que nos jugamos a llegar hasta Santa Catalina de Somoza.

La primera parte de estos cinco kilómetros es un constante enroscarme con la capa de agua: enredarme el cuerpo y los brazos y enroscarme la cabeza al no poder pensar en otra cosa. Finalmente encuentro una forma cómoda de llevarla entonces mi mente salta a un nuevo tema. Recuerdo que hoy no pedí por los peregrinos ya que suelo hacerlo apenas toco el camino al principio del día. Pedí entonces por todos los peregrinos, por los seres queridos y por la gente que lo necesita. También pedí por las chicas, para que pudieran ver la parte fuerte del camino, en vez de pudrirse caminando. Le pedí que les mostrara ese halo de luz que tiene el vivir algo así, aparte de conocer bonitos pueblos y caminar como loco todo el día.

El cielo se va cubriendo, oscureciendo y amenazando con una lluvia infernal. Mientras, llovizna poco y el viento sigue haciendo terrible cada paso. Hablamos de bares con mesas y pisos de madera, un hogar prendido, chocolate caliente y la más suave música. Rogamos porque haya uno así en nuestro destino. A eso de las seis vemos Santa Catalina de Somoza, un pueblo de piedras que brilla entre los nubarrones dándole un clima demasiado poético. De entrada me resisto a la idea, pero me parece mucho intentar hacer cuatro kilómetros más hasta el Ganso con las perspectivas de tormenta que hay y considerando lo oscuro que está, así que decidimos parar ahí.

Solo entrar en el pueblo lo bombardeamos a fotos. Caro se encontró frente a una casa con la que había soñado más de una vez y se quedó ahí emocionadísima. Cuando encuentro el bar ­que no es ni de casualidad el que soñaba encontrar­ me dicen donde queda el refugio. El dueño es joven pero medio parco y me dice también que para cenar hay que avisarle con tiempo. Voy al refugio y veo que sólo hay dos personas más, así que en total seremos cinco ya que no creo que venga mucha gente más a esta hora. Ideal. Luego de la numerosísima noche de Astorga no puede ser mejor. Además está lleno de mantas que nadie usa así que las chicas podrán taparse y yo, usar una más también. Le aviso al señor del bar que iríamos a cenar y salgo a recorrer el pueblito. Es todo completamente de piedra, muy antiguo y bonito. En las calles no hay nadie, pero se nota que no es un pueblo vacío. De pronto veo un rayo de sol que ilumina una pared. Me doy vuelta y veo que aquel cielo gris plomo con el que llegué hace un rato, está siendo desplazado por uno azul hermosísimamente limpio. Poco tiempo llevó que se despeje más de la mitad, dejando pasar un sol altísimo todavía. Media hora antes y hubiera seguido. Entonces me hubiera perdido un albergue tan tranquilo y un pueblo tan lindo. Pero ahora, ya estoy aquí y aquí me quedo. Hago Tai-Chi mirando atardecer.

Luego voy al bar a tomar algo hasta la hora de comer. Escribo un rato, charlo con la gente del lugar y los otros peregrinos. Uno, de La Coruña, habla a los gritos contando que hace cuarenta kilómetros por día y esas cosas. Bastante fanfarrón, pero macanudo también. En eso viene la cena y una larga charla de sobremesa con las chicas hasta las once de la noche, total, el albergue cerraría cuando nosotros lleguemos. Las veo contentas, y eso me gusta.

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