Diario de viaje 19.
Sábado 20 de mayo. Carrión de los Condes – Sahagún.
Etapa 18: 39,5 km.
St. Jean – Sahagún: 408,5 km.
A Santiago: 365,6 km.
Otra mañana típica del Camino de Santiago. Los ruidos del albergue me hablan de gente que a las cinco de la mañana se prepara para irse. Yo abro el ojo derecho, empastado por las lentes de contacto, a las siete y cinco recién. A las ocho y cuarto estoy desayunando en el bar. Saludo a Sergio que ya se está yendo y le deseo buen camino. El irá hoy hasta Calzadilla de la Cueza a 17 kilómetros de aquí. Casey, Vero y Vanda anoche me contaron que piensan ir hasta Lédigos a 23,5 kilómetros. Las mineras hasta Terradillos de Templarios a 26. Fernando, posiblemente se juegue hasta Sahagún pero no está muy convencido porque es demasiado lejos, a cuarenta kilómetros. Y yo, como siempre, no tengo idea hasta donde ir.
Pienso en la situación de no haber encontrado mi ritmo de caminata todavía. Puedo hacer veinte kilómetros perfecto. A los veinticinco llego bastante bien también, pero más se empieza a complicar. Y hoy es uno de esos días en que miro la guía y no sé hasta donde ir.
Calzadilla, a donde irá Sergio, está a diecisiete kilómetros. Me parece muy poco, sobretodo para un pueblo que, según la guía, sólo por casualidad tiene un bar. Lédigos y Terradillos están a buena distancia, pero son dos pueblos más chicos aún y sin nada interesante para ver. Muchísimo menos que acá o que Frómista. Además no tienen hoteles y sus albergues privados son de diez y veinte camas respectivamente que imagino estarán ocupadas cuando llegue. Luego de eso ya no hay nada más donde quedarse hasta Sahagún.
Se me cruza la idea de caminar hasta la tarde. Sin apuro. Quizás llegar tipo seis o siete de la tarde a Sahagún, en vez de parar a las doce o una en un pueblo sin nada. Pero tengo que estar atento y ver como voy. Más de una vez leí que no debo ponerme metas. Menos aún, dejar una pierna en el camino. Para colmo Fernando, que hace el Camino por segunda vez, me contó que el paisaje es bastante monótono. Pero bueno, lo importante es que estoy en el Camino. A pesar que no me emocione como Sergio, no venza dificultades constantemente como Angela, no tenga planes fotográficos como Arnaldo, ni sienta que tenga tantos pecados que pagar como Caio. Estoy en un camino que no entiendo, solamente lo camino.
Hoy por hoy, lo que más mío siento es que es un camino para acercarme a mi amor, ese que tenía al lado el día que me fui. Del que me alejé para poder pelear el acercarme nuevamente. Lo que siento no me parece tan idiota como cuando releo lo que acabo de escribir.
Salgo del café para llamar a Sergio que, luego de dudar un rato, agarró el camino que va para Palencia. Le chiflo, me mira, le digo que venga y lo mando por la calle principal que es por donde sale el camino. Es un hermoso día de sol pero fresco por suerte. Anoche compré algo de comida pues el camino viene escaso hoy ya que hasta Calzadilla de la Cueza no hay bar, pueblo ni alma.
Hago los últimos preparativos y, nueve y diez de la mañana me encuentro cruzando el río Carrión saliendo rumbo a… no se donde. Digamos que a Santiago, y ya veré después donde paro.
Los primeros pasos los hago acompañado de la última idea del desayuno. De alguna manera estoy volviendo a Buenos Aires y a mi mujer. En cierta medida me alejé tanto para poder volver caminando a ella, para merecerla. Siento ganas de que tengamos un hijo cuando todo esto termine.
Descanso al lado de un arroyo que está cerca de la que alguna vez fue la Abadía de Benevívere la cual no vi ni encontré y pienso en mi hiperactividad en casa. Siempre con algo que hacer, tener planes, tener cosas y así… y siento que todo eso es impulsado por el miedo a quedarme parado. Es decir, que la mejor forma que encuentro de combatirlo es haciendo trote en el lugar. No avanzar, sino moverme simplemente. No lo entiendo, así que no lo analizaré por miedo de hacer lo mismo.
Sigo caminando y de repente, ante un paisaje que no es demasiado diferente a los demás que he visto, me quedo duro mirándolo. Mi mente sólo dice: “es increíble lo lejos que estamos de todas estas cosas allá, en la ciudad y en el movimiento que vivimos a diario”.
El cuadro se compone, en primer plano, de campos sembrados mezcla de verde extraño y amarillo verdozón y, detrás, los árboles de un tono un poco más amarillo aún. Es llamativo como brilla el pasto y las flores: amarillas silvestres, amapolas rojas… las cantidades de verde que hay, la pureza que se siente…
Instantáneamente vienen a mi recuerdos de las últimas películas que he visto, llenas de oscuridad, perversiones, asesinatos, traumas y demás imágenes típicas de nuestros medios de comunicación y pienso: ¡qué hechos mierda que estamos, o qué perdidos, qué aburridos o vaya a saber uno qué! Realmente siento que perdimos el foco de las cosas y nos dejamos hundir en una “realidad” demasiado oscura y jodida, a tal punto que ya nos parece normal.
Paro a descansar y hacerme un bocadillo a mitad de camino. Saco el pan y el chorizo que compré ayer y le doy; dejando dos sánguches, las naranjas y bananas para más tarde. El tramo se hace largo, pero lo es aún más cuando veo la cúpula de la iglesia del cementerio de Calzadilla de la Cueza. Creí que ya estaba ahí, pero me lleva una hora más llegar.
El pueblo es chiquito y no tiene nada. Ni iglesia interesante siquiera. Y sigo pensando que es muy al pedo parar acá, y alargar todo otro día más. Prefiero invertirlo, si lo tengo, en León. Así que voy a seguir, ya veremos hasta donde.
Cada español que encuentro provoca una charla por un buen rato; descubren mi argentinidad con solo abrir la boca. Dicen que es por el canto, ya que al hablar es como si estuviera cantando un tango, pero yo no les creo y calculo que es por las yes (yuvia, caye, yamarŠ). Hay linda gente en el camino y va cambiando a medida que avanzo. También fue cambiando el clima, ya no está tan fresco pero sigue siendo agradable para caminar.
Los pies van mejor, siempre y cuando cuide el paso. Apenas largo a caminar molesta el dedo meñique del pie derecho pero después va relajándose a medida que caliento un poco. Pero va nomás, pasando paso a paso, como el camino. Como la vida.
Como la muerte.
Salgo de Calzadilla con el famoso dedo jodiendo otra vez luego de parar un rato en el bar pero como el tramo, según la guía de Everest es de cuatro kilómetros, no le doy mayor bola. El tema es que realmente son seis y, cuando llego noto que nunca calentó, es decir, nunca dejó de doler. Además se agregó la ampolla del talón izquierdo y el dolor pseudo tendinitis de la pierna derecha. Lédigos no tiene nada interesante tampoco, y en este caso el albergue es privado y está lleno, es decir, olvídalo. Me juego a Terradillos.
Antes de salir de Lédigos, paro un rato en la ruta para sacarme las medias para airearlas y que lo hagan un poco las botas también. Me fumo un pucho, miro el paisaje, me pongo todo de nuevo y sigo. Son las cuatro y cinco de la tarde, faltan casi tres kilómetros hasta Terradillos de Templarios. Esta vez las piernas calientan rápido y no joden; el talón izquierdo se nota, pero no duele. Es una caminata suave y con buen ritmo; pienso que parece mentira lo mal que caminé los seis kilómetros anteriores. Estoy a 24 kilómetros de donde salí esta mañana.
Al ver Terradillos desde el camino pienso que si son así todos los pueblos del páramo, realmente voy a tener un problema. Otra vez un pueblo chatísimo, sin nada. El albergue, privado también, lleno. Hostal no hay y la única posibilidad de quedarme es en el suelo en el cuarto de las mineras.
Miro el sol y veo que todavía está bien alto; deben ser las cuatro y media o cinco menos veinte, la perspectiva de tirarme en el suelo, sin bolsa y sin colchoneta no me agradan un catzo, el pueblo no ofrece nada interesante y los pies vienen bien, así que me juego a tirarme hasta Sahagún.
Pierdo la senda al salir del pueblo, pero veo una bordeando la ruta y tomo esa. Los pies se enfriaron un poco, pero hasta Moratinos tengo tres kilómetros y medio y luego dos y medio más hasta San Nicolás del Real Camino. Ninguno de los dos tiene ningún servicio, es decir ni bar, ni tienda, ni albergue, ni hotel, pero pienso parar en el segundo para descansar un poco antes de tirar hasta Sahagún.
Y camino, camino, camino y Moratinos nunca aparece. Serán tres kilómetros pero a mi me parecen ocho. Los pies y las piernas joden bastante pero finalmente llego, lo paso y me tiro hasta San Nicolás a donde llego recién a las seis de la tarde.
Cuando entro en el pueblo, ubico la iglesia, y me tiro al costado a comer dos bananas y una naranja. Realmente estoy palmado. Me duele todo. A los quince minutos me obligo a seguir. Los dolores crecen cada vez más, mis piernas intentan renguear pero las reprimo, sé que sería la mejor forma de cagarme una en serio. Puteo por no haberme quedado durmiendo en el piso de Terradillos, realmente era mucho lo que faltaba para lo que ya llevo caminado el día de hoy.
Cinco kilómetros antes de Sahagún veo la ciudad. Juro que parece mucho más cerca, pero pasa a mi lado un coche a los pedos y, en contra de lo que imaginaba, no desaparece instantáneamente sino que se sigue viendo como se aleja y aleja… Mal indicio. Si él, a ciento y pico de kilómetros por hora, tarda unos cinco minutos en perderse en la entrada, quiere decir que es más de lo que creo. Mi ánimo se termina de ir completamente a la mierda; mis piernas lo notan y se autodestrozan mucho más. A esta altura ya me duele también la espalda y, para colmo, el sol me pega de frente en los ojos. Si camino me duele todo, si paro me enfrío y después me duele más. Igual me detengo a dos kilómetros de Sahagún porque ya no puedo dar un paso más. Son las siete y cuarto de la tarde. Estoy caminando a unos dos o tres kilómetros por hora en vez de los seis que acostumbro llevar en estos caminos. Es imposible expresar lo que siento: una mezcla de enojo, bronca, impotencia y dolor que me matan. Pienso en parar un auto y que me lleve pero no pasa casi nadie y, cuando lo hace, la idea se convierte en un aguijón en el orgullo que me duele más que mis pies. Me jode cagar todo lo que hice todos estos días por dos kilómetros de mierda; me la juego.
Hago seiscientos metros hasta la ermita de la Virgen del Puente y caigo nuevamente. Entro a pedirle fuerzas y se me llenan los ojos de lágrimas. Las señoras que arreglan las flores dentro me dicen que no falta más de un kilómetro, que no es tanto. Y yo lo veo como desde St. Jean hasta Santiago. Simplemente no puedo dar un paso más.
Finalmente me levanto y empiezo a caminar, arrastrándome casi hasta la ciudad. Llego al albergue a las ocho de la noche y lo primero que hago es preguntar por un hotel, no pienso quedarme ahí ya que mientras me baño y me curo serán las diez, hora de cierre del albergue, y tendré que olvidarme de cenar.
Busco el hotel y me alojo. Me pego una buena ducha reparadora e intento curarme, pero no logro nada. Los talones los pincho y no pasa nada, otra ampolla que se me hizo adelante en el pie derecho tampoco. Duelen pero nunca sale nada. Y esto significa que seguirán doliendo.
El dedo chiquito es un desastre absoluto. La cinta que protegía la vieja ampolla hizo nuevas. La que más me impresiona es una llena de sangre en la base del dedo y, por lo que parece, hay unas tres o cuatro más. Intento sacar la cinta adhesiva sin dañarlas pero no puedo porque la tijera buena la mandé con la mochila. La que tengo ahora decididamente no sirve para esto. Tomo fuerzas y bajo a recepción para pedir un teléfono. Cada paso es como caminar sobre alfileres. Llamo a David Casado, médico podólogo que dejó carteles por todos lados, anunciando que cura todo tipo de problemas en los pies. Lo encuentro en el celular, pero me dice que está en León. También me pide que mañana no salga a caminar, que cuando el venga a la mañana me las verá, pero por lo pronto que mañana no camine. Le digo que deje, que lo voy a pensar y cualquier cosa lo llamo. Decido ir a cenar a ver si aflojo un poco la mala onda.
Salgo a buscar el bodegón “el húmedo” que me habían recomendado unos peregrinos. Me pierdo a las dos cuadras y unos señores se ofrecen a ubicarme. Cuando escuchan dónde voy, se ríen y me explican que uno de ellos es el padre del dueño. Me indican donde es y se van. La dirección correcta es la opuesta a donde me dirigía, algo bastante extraño que casi nunca me pasó. Al llegar veo un bodegón que ni loco elegiría en un día bueno y en uno malo ni en pedo lo pensaría, pero estoy tan cansado que ahí me quedo. Pido el menú. Me traen la ensalada, pruebo un tomate y me agarra rechazo absoluto. Sólo pienso en la perspectiva de parar un día por boludo. Me cuesta creer haberme equivocado tanto en uno de los más importantes principios peregrinos como exigirte llegar a donde no podes, o ponerte una meta en vez de ir viendo como va. Le pido que se lleve la ensalada y que me traiga el plato. Pero pasa lo mismo: una papa frita y ni onda tengo de comer. Ni siquiera el vino puedo pasar eso es realmente grave. Le pido que no se ofenda pero es que tengo un día del orto y no me pasa la comida, que mejor me voy a dormir. Entonces la chica me dice que vaya al ambulatorio, algo así como la guardia del hospital.
La sola idea que un médico me diga que no puedo caminar mañana me molesta más que el dolor y me deprime dos veces más; pero el no poder dar ni un paso es más jodido a lo que diga el médico, así que me juego. Llego y, como la puerta de vidrio está cerrada, toco el timbre. Cuando atienden les digo que quiero ver a un médico porque tengo unos problemas en los pies. Me dice que ya baja y, mientras espero, escucho los gritos que le pega a un colega: “Debe ser un peregrino, porque habla raro. Seguro que tiene boludeces en los pies como todos, que ganas de molestar…” No sabía si ahorcarlo apenas lo viera o directamente pegarle, pero logro serenarme y cuando abre lo saludo, le digo que se escucha todo desde afuera y que la próxima hable un poco más bajo.
Pero bueno, le explico lo que me pasa, me pide que me acueste en la camilla y trae una tijera para sacar la venda.
Apenas corta la cinta y tira de ella empieza a chorrear líquido de todos los colores, tanta cantidad, que trae una bandeja para que caiga ahí y no enchastrar todo el piso. Luego me agujerea los talones con una aguja de hipodérmica. ¿Así que era esa clase de agujas las que se usan? Me llena de Betadril y me dice que puedo caminar pero que por unos días no esfuerce mucho los pies. Luego me despacha.
En el camino de vuelta al hotel noto que casi no me duelen, salvo la pantorrilla y su puta pseudo tendinitis pero que, depende como camine casi ni la siento. Ya en el cuarto me tiro en la cama, levanto la pierna derecha, pongo espuma y masajeo por un rato mientras veo una película en la televisión para distraerme un rato. Cuando termina me duermo.
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