Diario de viaje 14.
Domingo 14 de mayo.
San Juan de Ortega – Burgos.
Etapa 13: 27,6 km.
St. Jean – Burgos: 286,2 km.
A Santiago: 487,9 km.
Me levanto a eso de las seis y media, me cambio, armo y bajo. La señora preparó café con leche para todo el mundo y nos está esperando. Será medio bruta en el trato, pero realmente es un amor. El refugio de San Juan es el único que me obsequió una sopa como la de anoche o el café de la mañana. Mientras me fumo un pucho en los bancos de afuera y termino de vendarme los pies, le aviso a los peregrinos que salen apurados al camino que hay café. Les cambia la cara. Todos vuelven para tomar uno antes de salir.
A eso de las siete y media arranco. La difícil caminata de la mañana es entre bosques y subiendo o bajando lomas. Paso Agés sin más pasión sabiendo que no tiene ni un mísero bar y sigo para Atapuerca.
Llegando a esta veo un menhir en la entrada que es más turístico que verdadero. Desayuno unos cafés y valencianas en el bar del pueblo mientras ojeo folletos del lugar que hablan de la batalla de Fernando I, rey de Castilla y León, contra el de Navarra, Don García. También hay recortes de diario que hablan de los yacimientos prehistóricos que hay a tres kilómetros del pueblo.
Al salir del pueblo y luego de coronar la cima me encuentro de frente con el valle burgalés y la ciudad de Burgos allá a lo lejos. Ese es mi destino hoy, pero recién cuando cubra los veinte kilómetros que me separan de ella. Esta parte del Camino es linda pero mi talón izquierdo está doliendo otra vez y mi pantorrilla derecha también. Aunque camine lento sigue, y si lo hago más rápido también. La única forma que no jode es dando unos pasos deformes que vaya a saber que dolor me traerá después. Llego a Cardeñuela Riopico y luego Orbaneja donde hay un lindo bar para comer algo, pero prefiero seguir los tres kilómetros que faltan hasta Villafría para que después no quede tanto camino por hacer.
Y el dolor se pone denso. Cabizbajo termino de salir del pueblo y cruzo la autopista A-1. En el puente me despiertan de mi letargo unos bocinazos desesperados. Instintivamente miro la autopista y veo un camionero saludándome. No es la primera vez que pasa y es algo que me encanta. Son esas cosas que me levantan un poco el alma y me ayudan a sentir que estoy haciendo algo con sentido. Igual, no tardo mucho en bajar la cabeza nuevamente y, a los diez minutos, miro al frente por un auto que viene y, la chica que maneja me saluda con una sonrisa de oreja a oreja. Mi alma se levanta otra vez y, por suerte, llega así hasta Villafría.
En este pueblo, o más bien suburbio de Burgos, elijo uno de los tres bares de la ruta y me siento. Como dos hamburguesas sin pan, dos porciones de tortilla, una vino con algo horrible, un jugo de naranja, una coca y un café. No quiero seguir. Hace calor y mis pies no quieren más lola. El señor de la barra ofrece llevarme en una hora, cuando salga del trabajo, hasta Burgos diez kilómetros más allá. Lo pienso. Pero prefiero agradecerle, levantarme e irme, no sea cosa que me convenza.
Diez kilómetros interminables. El bordón rebota en el cemento y mis pies también. Una hora de corredor industrial sin árboles donde escaparme del sol, con ojos hasta en las orejas por los coches y ómnibus que se cruzan, bocacalles incomprensibles, ruidos que estorban mis pensamientos, olores extraños y los dolores que no me abandonan sino que se agudizan. Renqueando llego a los edificios, pero no es más que un falso aviso. Otra hora más me lleva llegar hasta una plaza llamada San Juan que no tengo idea donde queda, pero según un señor todavía tengo un kilómetro hasta la catedral. Hago desaparecer mágicamente un agua mineral en menos de diez segundos; intento el truco con mi talón pero no sirve. Llego a la catedral fisuradísimo, transpiradísimo y muerto de sed. Compro otra agua que también desaparece instantáneamente, busco hoteles que no encuentro así que vuelvo hasta uno que pasé antes pero que tiene pinta de caro. Pero no es prohibitivo y realmente me encanta. La gente que lo atiende es macanudísima y el cuarto tiene linda vista, buena luz, un baño nuevo y está a solo dos cuadras de la catedral. Definitivamente me quedo.
El recepcionista del hotel es un burgalés fanático de su tierra. Me cuenta muchas cosas cada vez que paso por recepción, tiene un mapa donde me muestra pueblos y tierras que conoce, y me recomienda también qué ver en la ciudad. El problema es que no para de hablar y cuando me doy cuenta ya va media hora que estoy ahí parado con la llave en la mano. Buena gente realmente.
Luego de bañarme, tomarme media botella de agua con gas y descansar un poco, salgo a caminar para ver un poco la ciudad y de paso ojear tiendas para ver qué puedo cambiar del equipaje mañana lunes.
Realmente me impresiona la ciudad. Veo una increíble colección de monumentos, iglesias, esculturas y construcciones antiguas que me asombra. Lugar del nacimiento del Cid, capital por mucho tiempo… La catedral es demasiado; me supera así que directamente me voy. Y camino entre los miles de cafés, de plazas con arcos, de paseos. La pongo en mi lista mental de ciudades para volver algún día.
Entro en un pub y, junto a un vaso de vino chequeo mail por un buen rato. Luego ceno en una pizzería para cortar un poco con las papas fritas que como todos los días gracias a los menúes peregrinos. Vuelvo tarde al hotel a torrar.
————
Lunes 15 de mayo. Burgos.
Lo lindo de levantarse tranquilo en uno de esos días en que no hay caminata es indescriptible; puedo bañarme, afeitarme y quedarme un rato mirando por la ventana antes de bajar a desayunar. Y eso hago.
Una vez en la ciudad cambio guita, mando la ropa a lavar y recorro medio Burgos buscando una mochila y una manta nuevas. Me cruzo constantemente con peregrinos conocidos que también pararon un día para reponer las piernas, las ampollas o simplemente descansar y no pasar de largo una ciudad de las grandes.
Vuelvo al hotel con la idea de armar la mochila.
Y esta, es la primera vez que logro hacer algo que me propuse de entrada. La nueva mochila es de treinta litros, la compré a propósito tan chica para que no me entren los “por las dudas” como las veces anteriores. Compré también una manta de viaje para poder mandar la bolsa de dormir por correo. Lo primero que intento hacer es meter la manta nueva en la mochila nueva. Y es lógico. No entra, o más bien, entra pero nada más y esto es lo que yo llamo un problema.
Pienso en volver hasta el shopping que queda en la otra punta de la ciudad para cambiar la mochila, pero no puedo aceptarlo así que lo intento de nuevo, y esta vez logro algo más o menos coherente: la manta, la capa de agua y la camisa de abrigo van afuera; el resto lo que entre irá, lo que no lo mando por correo.
Cuando volvía para el hotel agarré una caja de cartón grande de la calle. Con ella hice un nuevo paquete donde puse mi vieja compañera de viajes desde ya que sacándole primero la gran vieira que me regaló Pepe llena de todas las cosas que ya no necesitaría o, que ya no tendría más bien. Luego puse todo lo que quedaba dentro de la nueva mochila. Esta vez realmente se siente la diferencia. Ya veremos mañana cuando la despache cuanto peso saqué esta vez.
Y salgo nuevamente a recorrer cafés donde sentarme un rato a escribir. Las piernas están un poco mejor pero siguen doliendo bastante. Me quedaría algunos días, si no fuera porque me mata con la guita, con el extrañe y con el salir tanto tiempo del camino.
Hablo con papá que todavía está en el hospital. Me atendió él. Lo operaron y parece que ahora está todo bien. Así que me deja un poco más tranquilo. Me llama mucho la atención cuando me dijo que lo disfrutara porque estaba viajando conmigo. Sé que lo hace desde hace años, para mí siempre viaja conmigo.
Al atardecer me siento en el Paseo del Espolón, en uno de los tantos cafés que invaden con sus sillas las calles frente al río. Un vino y un café, la libreta, la lapicera y ver la gente pasar. Luego de tantos días caminando, cada café que puedo disfrutar en una ciudad grande me encanta. Pienso en las tradiciones del pueblo burgalés, en las costumbres españolas, me deleito con la melodía de su pronunciación y me entretengo entre dichos y palabras que escucho casi de casualidad. Y pienso: “qué bien se está así”.
Pero en ese momento un peregrino pasa por delante mío yendo, seguramente, al albergue. Lo miro, y no puedo sentirme parte del Camino. Hoy paré y estoy deseando parar, no caminar. Así que momentáneamente no me puedo considerar peregrino. Y es en este momento cuando deja de tener sentido el café, el atardecer, el paseo y Burgos.
Indefectiblemente Burgos es un punto dentro de mi caminata a Santiago, y si no fuera así no sería lo mismo. Me es demasiado fácil caer en la tentación del dejarme ser, vivir tranquila y cómodamente, pero no veo en ese momento que si realmente me quedara en Burgos otro día más de nada me serviría ya que mi función hoy no es tomar cafés, sino caminar.
Me parecen extrañas estas idas y venidas. Las siento muy parecidas al quedarse. La comodidad de la vida tal como está planteada. La facilidad de hacer un alto en la vida de uno para relajarse del vivir. Pero cuando uno vuelve a enfocar el objetivo, en mi caso, saco energía de donde no la tengo, vuelvo a subirme a mi vida y disfruto inmensamente del saberme en camino nuevamente, de enfocar, de apuntar bien.
Es extraño lo fácil que me es sentarme sobre tumbas mal tapadas de los que soy.
Ceno otra pizza y vuelvo rápido al hotel para no acostarme tan tarde.
No te pierdas ningún post nuevo!
Más acerca del autor
