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Diario de viaje 11.

Jueves 11 de mayo. Nájera – Santo Domingo de la Calzada.

Etapa 10: 20,8 km.
St. Jean – Santo Domingo de la Calzada: 212,2 km.
A Santiago: 561,9 km.

Luego de una noche de ronquidos ­pero en la que dormir muy bien­ me despierto. De fondo escucho una ópera. Es temprano, las siete y media, tanto que ningún bar está abierto. Decido salir hacia Azofra a cinco kilómetros y medio para desayunar allá. El trecho matinal se me hace largo como siempre y hoy se le suma una fina llovizna que no moja, me duele el pie derecho por algo muscular y me parece que me están apareciendo ampollas en el talón izquierdo. Antes de entrar al pueblo empiezo a ver canales de cemento, algo así como acueductos chiquitos a no más de un metro del piso. Cruzan las calles por un sistema de vasos comunicantes que me encanta.

Desayuno en Azofra, pueblo donde no se ve nada muy interesante pero que me sorprende con un jugo de naranja y unas tostadas exquisitas. El bar vacío de a poco recibe la gente del pueblo, con sus gritos, sus comentarios sobre “el Barza” y otros temas cotidianos de pueblo. Todavía no tengo ganas de caminar, así que desayuno nuevamente.

Al salir de Azofra camino entre campos dirigiéndome a la ruta pero, antes de tocarla, vuelvo a alejarme un poco de ella. Mejor, pienso, prefiero caminar por estos senderos de tierra entre sembradíos en vez de por la banquina de una ruta llena de camiones como la que veo hace rato. Pero en ese momento la llovizna empieza a crecer en intensidad y busco con la mirada algún parador en la ruta, o un refugio, un árbol, o al menos un puente pero no veo nada. Sigo caminando, pero la lluvia empieza a aumentar un poco más así que paro, bajo la mochila, saco la capa y me la pongo encima. Cuando estoy por cargar la mochila nuevamente, recuerdo la lluvia con granizo a la entrada de Los Arcos así que se me ocurre una nueva alternativa para no empaparme las botas, ni transpirar como loco mientras camino. Busco un pucho, lo prendo, me apoyo sobre la mochila ­para que no se moje­ y me quedo ahí, tranquilo fumando, mientras la lluvia decide qué hace. No pienso caminar mientras llueva fuerte, prefiero parar y esperar; si hay un techo, tanto mejor, sino usar la capa como toldo provisorio y quedarme parado.

Llegando a Santo Domingo se larga a llover otra vez, pero estando en el pueblo ya no me preocupa. El albergue parece muy lindo; me atiende Ana, hospitalera reemplazante de no se quién pero, como el pueblo festeja el día de Santo Domingo, no labura nadie. Es simpatiquísima y no se limita a anotar nombres y sellar credenciales, sino a charlar un buen rato con los peregrinos de la vida en el camino. Luego me lleva hasta mi cama que, rodeada de paneles de madera, se enfrenta solamente con la de al lado. Tengo cajoneras y estantes a mis pies. Me baño, lavo las medias y un calzón, y salgo para ver si encuentro algo de comer y si averiguo algo de los festejos del pueblo.

No llego a encontrar un bar donde me sienta a gusto cuando se larga el diluvio universal segunda parte. Entro en uno, encuentro una mesa y pido unos pimientos rellenos con un vaso de vino mientras intento escribir algo. Pero no me sale, sólo pienso en los peregrinos que están en mitad del camino. Pobres, que garrón. Cuando llueve así refresca muchísimo y no hay forma de mantenerse seco, ni con la mejor capa siquiera. Calculo que llueve porque lavé ropa, estoy casi casi seguro.

No sé en que quedó la fiesta del patrono de la ciudad; medio pueblo está en este bar, así que si no la suspendieron no fue nadie. Tampoco sé que pasaría si amaneciese así algún día, creo que ni mamado salgo a caminar. Finalmente para la lluvia y se hace la fiesta. Hay gente por todos lados; los grupos de amigos se ponen de acuerdo para ponerse la misma ropa, llena de colores o con motivos extraños. El pueblo representa un milagro de Santo Domingo que nadie me sabe explicar y que, por supuesto, no es ninguno de los que leí. Cuando termina, van a la puerta del albergue donde reparten pan, media cebolla cruda y vino para todos.

La cola es tan larga que no la hago. Me encuentro con Caio, caminamos un rato y finalmente nos tomamos unos tintos en su hotel: un lugar vacío, sin nadie adentro, es imposible creer que es un día de fiesta afuera. Al salir nos encontramos con la pareja alemana ­Dorothy y Reinold­ y cenamos los cuatro en el mesón del peregrino. El es dueño de una agencia de publicidad y ella redactora de la misma. No puedo evitarlo así que llevo la charla a los males de la publicidad; Dorothy está bastante de acuerdo con que destruye más de lo que construye y Reinold también, pero dice que es casi imposible mantenerse al margen. Pero dan las nueve y media y, como Cenicienta, si en media hora no estamos en el albergue nos convertimos instantáneamente en homeless. Nos despedimos de Caio y ya en el albergue nos enteramos que como quedará abierto porque están cocinando el almuerzo peregrino ­que darán mañana a las siete­, así que vamos por otra copa de vino.

Cuando vuelvo al albergue, aprovecho para llamar a Argentina. Andy me cuenta que papá está internado y hace tres días que está en terapia intensiva. No puedo creerlo. Intento interpretarlo y tampoco puedo. No se me ocurre qué pasa, qué me dice. Me viene a la cabeza el año que, estando en cataratas, falleció mi abuela. No estuve en ningún momento. Llegué demasiado tarde. Y me aterra la sola idea de que pase algo de eso ahora. No sé que debo hacer. Si volver a la Argentina y disfrutar de los míos o seguir caminando. Por momentos pienso en ir a Burgos viajando y ver allá qué hago, pero en otros creo que lo mejor es caminar y descargar un poco de la angustia que tengo dentro para pensarlo mejor y enterarme mejor qué pasa.

Me voy a dormir. No puedo. Bajo, me fumo un pucho y vuelvo.

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En mi trabajo quiero transmitir sensaciones. Transportar al espectador a la simpleza, la perfección y lo asombroso del mundo natural, a esos momentos mágicos de conexión con éste, donde la maravilla del universo se traduce al lenguaje cotidiano por medio de líneas, planos, texturas y colores. Más en mi biografía.

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