
Vista de pequeños saltos de agua del Río Raquel, en su llegada al río Azul.
Lunes a la mañana, feriado. Da para salida. Me llaman. Un audio describe lugares que no encuentro en los mapas. Sendas que no existen. Desde yaque acepto.
Vamos a buscar una senda que hicieron hace como cuarenta años a unos miradores del raquel. Luego buscamos la forma de unir esa con una senda que está en uso y con la que se va más arriba, camino a las nacientes.
Arañazos, rosamosquetazos, torceduras, palazos, quedarse enganchado de algún voqui blanco o de una mutisia, cambiar de rumbo, retomar el anterior, desabrigarse, enmurrarse, abrigarse de nuevo, pararse en una piedra alta a ver todo. Descansar. Respirar. Juntarnos todos. Verificar que esté todo bien. Y volver a zambullirse rumbo norte. O este. Varía según el recorrido. Buscar la senda, ellos. Buscar hongos, flores, rarezas, yo. Y el monopie se abraz a una rama. Y un espino azul se queda con mi sombrero. Amablemente se lo pido mientras doblo a la izquierda. A lo lejos veo una campera verde. Yo sigo una roja. Salto un árbol caído. Paso por debajo de otro. Esquivo un barrial. Encuentro una senda. Que no dura más de dos metros, llegamos a una playa. Nos acercamos al río Raquel. El sol está enfrente. Me saco las patas del pantalón. Las botas, las medias. Cuelgo todo. Me agarro a otro y cruzamos. A pata. A frío. Pisando piedras que resbalan. Que duelen a veces. Saltito para no mojarme pero le pifio a la piedra y remojo el pantalón. Bah, los huevos. Los pies pierden la sensibilidad del frío. Y joder que duelen. Pero el río se termina. Salimos enfrente. Playa de piedras. Reflexología hasta el lugar del almuerzo.
Sentarnos. Cada uno saca su creación gourmet. Sánguche de salame, empanadas, zanahorias, manzanas, huevo. Mientras el agua del mate se calienta y afloran los cuentos de viajes, sólo de viajes. De esta época y de otras. Y yo, escuchando, mientras muerdo mi tercera manzana, no puedo creer que estoy en el paraíso, entre dos laderas inmensas repletas de coihues y cipreses, respirando aire puro, a orillas de un río de agua pura, con veintiocho grados en abril.
A la hora seguimos. Encontramos la gran senda. La autopista. Pero por la autopista pasó un huracán o, mas bien, la nevada del invierno anterior y no hay un pedazo despejado de más de veinte metros. Y otra vez, mosquetas, cañas, ramas, zarzamoras, tronco abajo, tronco arriba, entrenamiento de marines, según dice uno, para arriba, para abajo, panza al suelo, esquivar, volver, descansar, engancharse y volver a arrancar.
Horas y horas caminando. Yendo a algún lado. Para llegar y volver. Para dar la vuelta. Para transpirar. Para cambiar por un momento mi relación con el entorno. Para oler el bosque. Para sentir el paraje donde vivo. Para conectarme con la esencia de mi trabajo, de mi inspiración.

Coriolus versicolor, un bello hongo del bosque andino patagónico.