Quichicientas veces paré en la ruta, y subí hasta la cueva y, luego, hasta el árbol que está arriba pero sin encontrarle la vuelta. Hasta que una vez subí con tiempo. El sol de la mañana era bajo, como suele serlo en julio durante todo el día. Dejé la mochila, monté el gran angular y empecé a mirar con otros ojos el paisaje. Probé una vista, dos pero ese, justamente, es una de las ocasiones en que el trípode molesta, así que también lo dejé en el suelo y empecé a navegar, por el aire, como si la cámara fuese una nave espacial que subía, bajaba y se corría para los costados.
Primero busqué las vistas obvias, aprovechando la luz de costado, cordillera al fondo pero no, seguí girando, buscando. Es fácil encontrar una foto bien expuesta. Incluso, no se complica volver con una foto buen expuesta y correctamente compuesta. Pero no me decía nada. Y ahí me planteé el contraluz rabioso. What if?
Y el juego incluyó al sol, una estrella brillante que atrae sin dudar la primera mirada, también cerré algunos pasos el diafragma para que el brillo del sol tuviera forma de estrella y saqué el polarizador y limpié el lente frontal para que los reflejos del sol, en el vidrio mismo, no me llenaran la foto de “flare” o luces parásitas. En un momento crucé una composición bastante extrema que me gustó y ahí si fui a buscar el trípode. Era momento de la sintonía fina.
Y lo planté lentamente, las patas independientes de estos trípodes permiten acomodarlo a cualquier tipo de terreno. Y ahí puse la cámara para analizar la toma: los dos personajes principales en los ángulos opuestos, y la ruta y el perfil de la loma, como linea diagonal secundaria, ascendente, uniéndolos. Se respira tensión, en parte por las diagonales, en parte por el arbol todo torcido demostrando que, alguna vez, sus ramas vivas se curvaron al sol.
Esta entrada fue publicado originalmente el 01 de Noviembre 2016.
maestro!