Esta es la típica entrada en la que me paso y convierto en una queja. Lo siento. Puedo corregirla pero, como todas las demás en las que me ha pasado esto, quedaría escondida, así que prefiero sacarla.
Hay una aclaración, la escribí hace una semana. Hoy estamos saliendo de una nevada muy interesante en la Comarca que les relataré dentro de poco y aprovecho el haber venido a un café para publicar esta entrada.
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Desde las ocho de la mañana estoy peleando codo a codo con mi catálogo, buscando las mejores fotografías y las más indicadas para una nueva guía visual que tengo en mente. Y hoy, parece mentira, pero los planetas se alinearon, no se cortó la luz, Internet zafa lo suficiente como para que me ayude con la búsqueda. Las fotos surgen de todos lados, casi todas son las indicadas, voy juntándolas en una colección para después… ting tong! …para después… eh… tons…
Esto es algo demasiado común estos días. Estamos concentrados trabajando en lo que sea que hagamos y de pronto escuchamos la notificación de que acaba de llegar un nuevo correo electrónico, un mensaje de WhatsApp, de Facebook, de Snapchat o de alguna otra de estas chorradas. Y por más que queramos seguir concentrados, nuestro cerebro empieza a preguntarse una y otra vez huevadas… ¿de quién será ese mensaje?, ¿Será importante?, ¿Será un cliente? ¿Debería leerlo ya?… A veces logramos ignorarlo, pero el noventa y nueve coma nueve de las veces no aguantamos más y cedemos a la tentación, miramos ese correo entrante que, obviamente, no suele ser otra cosa que una promoción colombiana ofreciéndonos un set de cinco corbatas a un precio impresionante o un like a nuestro último post o un amigo que estaba al pedo y mandó un comentario al más al pedo aún. Le respondemos o le clavamos el visto, lo borramos, le ponemos Junk o spam o lo que tengamos a mano en ese momento y volvemos al trabajo que estábamos desarrollando, pero… ¿en qué estaba? Ah, si. Pero… Y uno puede llegar a tardar unos diez minutos en volver al estado en que estaba antes de haber sido interrumpido por una notificación totalmente prescindible. Y, en caso que fuera algo de trabajo, podía esperar unos minutos hasta el momento en que nos tocaba cortar y darnos un descanso.
Lo hayamos decidido conscientemente o no, la combinación de redes sociales y teléfonos celulares nos está llevando a todos a un multitasking constante y extremo. Lo veo en mi hija y sus amigos, cuyas charlas o estudios se ven constantemente interrumpidos por ruidos de todo tipo y color. Son adolescentes y creo que eso puede ser parte del serlo, pero si siempre se caracterizaron por ser dispersos, en esta época eso está llegando a un extremo increíble! Sin embargo no queda sólo en los adolescentes sino que se convirtió en algo cotidiano en reuniones, cenas, encuentros y donde haya una persona y señal de celular o de Internet.
Pero no quiero llevar el comentario al típico “el mundo ya no es lo que era” o “los celulares nos están comiendo vivos” y todo eso, sino al multitasking del que hablaba entradas atrás.
Conozco mucha gente a la que no le alcanza el tiempo, la lista de cosas pendientes en su vida o en sus sueños es cada vez más larga, su trabajo es cada vez más tedioso y cuanto más denso es, la lista se le hace más eterna. El día ya no rinde como antes y/o uno no se concentra tanto. Por momentos creemos que puede ser la edad o que todo es más complicado actualmente, pero no, decididamente aumentaron las distracciones. Y aumentaron exponencialmente. Trata mucho este tema David Allen, en su libro “Organízate con eficacia”, al darnos ideas para terminar todas las cosas que invaden nuestras listas eternas o nuestros cerebros. Un problema muy común en los que somos trabajadores independientes, más aún en artistas o creativos, que solemos estar tapados de listas y listas de trabajos empezados, ideas grandiosas y obras casi listas. Y si a todo eso le agregamos el listado de cosas pendientes de la casa ya desborda. Y es así, a pesar que nos sentemos a trabajar temprano, siempre llega el mediodía sin que hayamos avanzado ni la mitad de lo que pretendíamos..
Tanto David Allen en el libro mencionado como Timothy Ferris, en el suyo titulado “La semana laboral de cuatro horas”, recomiendan lo mismo: en el momento en que nos sentamos a trabajar, hay que apagar el programa de correo electrónico para que no chequee constantemente, o programarlo para que lo haga una vez al día o dos a lo sumo. Apagar las notificaciones del teléfono celular o ponerlo en modo ocupado, para que sólo permita llamadas y mensajes de las personas que nosotros decidamos. También Stephen King, en “Mientras escribo”, sostiene que el tiempo de trabajo es algo sagrado y debe serlo sin interrupciones. Timothy Ferris afirma, incluso, que con ocho horas de verdadero trabajo, podemos completar las mismas tareas que suelen llevarnos toda una semana. Es decir, si fueras a trabajar menos de dos horas todos los días de la semana o cuatro horas, dos días a la semana y, en ese momento, estuvieras absolutamente centrado en el trabajo, rendirías lo mismo que rendís actualmente en cuarenta horas en la oficina.
Fue así como lo que empezó como una forma de comunicarnos, de encontrarnos, de cruzar caminos, lentamente se fue convirtiendo en una obligación, un deber, un recordatorio permanente. Más de una vez he escuchado: “ahora te vuelvo a saludar por tu cumpleaños en Facebook…, ¿pero si me estás saludando de frente? Pero así te queda!” Lo qué?
Las redes sociales eran, que teóricamente eran un lugar de encuentro, pasaron a convertirse en una obsesión, un subir una foto cada dos minutos para mantener los fueguitos, un programa que te pregunta cómo estás o qué estás pensando y que te lleva a plantearte por un segundo qué carajo contestarle, también hay una red social que te quiere conectar con cualquiera en el momento en que te suscribís y te interna e interna con el tema, al punto que algún banco de imágenes ha llegado a comprarme fotos para que suba más y me enganche más a fondo pero que no deja de ser otra estafa más!
Me sorprende lo “ovejas” que somos. Pienso en la película de Pink Floyd, “The wall” que muchos de nosotros vimos de jóvenes. Absolutamente horrorizados agradecíamos no vivir tan masificados y acá estamos, justamente en eso. Somos eso. Millones de películas mostraban ese futuro y aunque creyéramos que era absolutamente ridículo no dejo de sorprenderme que ya está, llegó, es hoy. Y sé que parece exagerado, pero la gran mayoría de mis amigos porteños detesta su laburo, lo pudre su rutina, odia las horas que pierde al día viajando al laburo, sus fines de semanas son un vacuo intento de resolver la lista de pendientes en el hogar y no hace otra cosa de volver el domingo a la noche y luego el lunes y todo empieza de nuevo. Lo hablamos. Se los explico. Pero creo que ya fue. Ya nos atraparon a algunos y otros zafamos. El gran hermano está ahí. Ya tenemos los chips pegados al cuerpo (ok, no están injertados todavía, pero que estén en un aparato que no dejamos ni para ir al baño, es más o menos lo mismo). Y con él tenemos localizadores, queda registrado dónde estamos, con quién, donde vivimos, nuestras costumbres, nuestra salud, nuestros sueños…
Si llegaste hasta acá, te pido que pares un segundo y pienses. No pido que cambies costumbres ni que me des la razón. Simplemente que pienses. ¿Sabes que tu celular registra constantemente dónde estás? ¿Sabés que todo lo que escribís queda registrado? ¿Te das cuenta que google te ofrece todo lo que estuviste buscando últimamente, y te lo ofrece de tiendas cercanas a donde estás? ¿Sabés que lo único imprescindible en tu vida es nacer, crecer, desarrollarte, reproducirte y morir? O visto de otro modo, ¿mientras comas, cagues y tengas con qué protegerte del clima ya basta para vivir? Todo el resto son elecciones, decisiones, lujos que garpás con tu vida, con tu tiempo. Y no digo que no esté bien, sólo te pido que seas consciente de eso.
Y perdón por el rollo, pero lo necesitaba.