Segunda o tercera vez que hago este camino en otoño. Esta vez, un poco pasado ya. Eso significa que ya no están los tonos anaranjados y rojos sino más marrones o, como en este caso, una mezcla entre los últimos rojos y el marrón y negro de los troncos. Ya estaba pasado, pero no habíamos podido salir antes, así que era lo que había.
Alucinando con que mi familia conociera las bellezas de esa ruta, las llevaba bajo una intensísima lluvia contándoles cómo era cuando no llovía y cuando el otoño no estaba tan pasado, porque es así uno o, al menos yo. No puedo evitar recordar, justificarme o sentir por momentos que el mundo tiene una sola cara, aunque sepa que no es así. Sin embargo, en una larga recta entre colinas, vi la casa a un costado, los tonos del otoño pasado que despacito se mezclaban con el azul de la bruma, de la lluvia, de la lejanía, y decidí parar.
Le pedí a mi esposa que bajara la ventanilla y disparé apoyándome en su hombro. Un par vertical, otro par horizontal. Entraba agua. Miré rápido la pantalla de mi cámara, ok, arranqué y seguí.
Me daba tanta fiaca bajar y hacer las cosas bien, mojándome un poco pero garantizando la foto que decidí sacarlas y seguir, a pesar que mi chica me sugirió que me tomara el tiempo. Ya en casa tuve que descartar tres de cuatro y esta es la que quedó. Y fue una lástima porque la composición horizontal, a mi gusto, quedaba mucho mejor. Pero esto no es lo peor.
Lo peor es que podría hacer una agenda día por día con las fotos que podrían haber sido golazos pero en las que cometí el mismo error por pereza, cansancio, apuro, comodidad, confianza, distracción o vaya a saber uno cuántas cosas más.