Mañana de lunes, temprano, lluvioso o, más exactamente, luego de una noche lluviosa. Frío de invierno, calando no tan lentamente hasta los huesos. Ni mi campera posta que no suele dejar pasar los rigores puede defenderme mucho hoy. Mañana típica de pueblo chico, tardía, lenta que empuja para que nos tomemos todo con un poquito más de calma aún.
Pasé el fin de semana en Ñorquinco, en la casa de un amigo. Casa que estuvo casi abandonada hasta hará un par de años y que con mucho esfuerzo, van logrando civilizar, lentamente. A ver, “más civilizada” patagónicamente hablando. Y cuando digo “patagónicamente”, no me refiero a El Calafate, Bariloche o San Martín de los Andes, sino a Cushamen, Ñorquinco, Paso del Sapo, Gualjaina. Pueblos pequeños, perdidos, de esos que algunos llamarían caseríos. Pequeños lugares que han vivido años de bonanza hace mucho, cuando el mundo giraba para el otro lado y donde el pueblo había enganchado un ritmo diferente pero que luego, cuando la industria lanera dio un giro, cuando el tren de trocha angosta (la trochita) se cerró, cuando se abrieron los caminos de montaña, estos pueblos pueblos de la estepa y de la precordillera quedaron en medio de la nada, viviendo vaya uno a saber de qué, imagino que algo de la lana, algo de la producción de carne para le mercado local y mucho del trabajo estatal. Pueblos que en su gran mayoría se van muriendo muy lentamente, donde la población que puede se traslada hacia lugares
más grandes y los que no pueden o quieren hacerlo, se quedan y van viendo como algunos pocos se hacen ricos durante sus gobiernos y dejando al pueblo en pausa por otros años más.
Volviendo a mi fin de semana, no puedo evitar pensar en las diferentes etapas de mi vida. Recuerdo mi infancia y juventud donde salir un fin de semana significaba ir a casas con pileta, pasto cortado, sábanas limpias. En cambio ahora, es ir a pasar un fin de semana a una casa de barro con puertas que no están tan en escuadra como debió haber imaginado que quedarían aquel lejano y olvidado “arquitecto” improvisado que la construyó hará poco más de cincuenta años. Actualmente, media casa está inhabilitada por un incendio (si mal no recuerdo) y la otra mitad se mantiene habitable gracias a la fuerza de voluntad de mis amigos, que en numerosos viajes fueron llevando pedacitos de civilización: una estufa a leña, una cocina económica (es a leña también), algunos cables, enchufes, lámparas, un viejo grabador doble cassettera, otra cama, un colchón más, un pedazo de mármol para cortar la comida y hasta algunas fotos que concursaron en diferentes certámenes, ganando generalmente, y que van decorando las diferentes paredes. Este fin de semana llevaríamos un termotanque a leña que estaba destinado a dormir el sueño eterno al haber sido reemplazado por un ejemplar más moderno y a gas, y que reviviría otra vez en este nuevo hogar.
La mañana del sábado cargamos uno de los vehículos con un poco de leña, la esparcimos parejo en el suelo de la parte trasera y, sobre ella, pusimos el viejo termotanque. El otro auto, llevaba la futura instalación eléctrica, víveres y equipos básicos y no tan básicos para hacer que nuestra estadía fuera más que agradable.
Luego de algunas vueltas resolviendo pendientes partimos. Y no es que quede tan lejos como para hacer un relato del recorrido, ya que puede ser uno de esos sitios a los que me acerco en mis salidas fotográficas de un día, pero esta vez era diferente, salíamos con un cometido, y los chirridos del viejo hierro cobrando nueva vida lo demostraban en la parte de atrás de la Fiorino. Llevábamos guoquitoquis, bah, handys, o no sé cómo catzos se llamaran actualmente esos comunicadores inalámbricos que nos permiten comunicarnos en sitios donde la tecnología 4G todavía no llegó. Ni 4g ni 3g ni la 2g ni ninguna de ellas. Las rutas de la Patagonia, debido a las distancias, las montañas y la dejadez están bastante despojadas de comunicación celular y es bueno saber que podremos recurrir a los compañeros en caso que sucediera algún imprevisto. Igual, justamente al no contar con los modernos servicios de comunicación y auxilio que pueden verse en otras partes del país, sigue usándose el viejo estilo, la gauchada. Nadie te va a dejar a pie si te ve con el auto parado, haciendo señas, pidiendo una mano. A nadie se le podría ocurrir que es un ardid, que podría haber otra intención. Nadie transita estos caminos que, aunque no hayan caído completamente en el olvido, no por eso pueden ser considerados muy transitados. Lo demuestra claramente el ripio poco mantenido y repleto de “pianitos” que encontramos al dejar El Maitén y la provincia de Chubut, al adentrarnos nuevamente en la vecina provincia de Río Negro.
El atardecer va cayendo y las nubes de invierno comienzan a pintarse y, con ellas un nuevo cuadro patagónico: el de sus cielos, sus bellos y caprichosos cielos que cada día decoran el paisaje y deleitan nuestros ojos y almas. Es común escuchar el grito o tener que gritarle uno al resto de la familia que se asomen a ver el atardecer, cómo pegan las luces contra el Piltriquitrón o que vean las nubes en la cordillera, cómo se tornan rojas, rosas, anaranjadas; y ni hablar cuando se forman las nubes lenticulares al sudeste, como inmensos platos voladores invadiendo nuestra región, bellísimas con el cielo azul y más increíbles aún cuando sobre el atardecer o amanecer, les pega ese sol repleto de tonalidades cálidas. En este viaje no era diferente, al oeste el sol iba ocultándose tras las montañas lejanas y sobre el este, el cielo tendía hacia la parte azul, rosada y violeta del círculo cromático. Un cielo bello que acompañaba los últimos mates y que avisaba que no faltaba tanto para llegar a destino.
El otro vehículo llegó mucho antes y cuando lo hicimos nosotros ya estaban prendiendo estufas y cocina, cada una tenía un encargado de prenderla y mantenerla hasta que estuvieran funcionando a régimen. Afuera no harían más de cuatro grados centígrados y, la casa deshabitada, no pasaría de esa temperatura tampoco. El olor a leña fue invadiendo el ambiente, y una de las estufas que quiso humear terminó de sacarnos esos vestigios de urbanidad que todavía nos quedaban. Mientras tanto, otros bajábamos el termotanque, la leña que habíamos traído o íbamos haciendo los preparativos para la cena. De a poco iba despertándose el lugar. Me sorprendieron los sonidos de Dead can dance, surgidos de un equipo moderno con bluetooth que salió de algún bolso. Sonidos extraños para el lugar y las sensaciones pero que acompañaban perfectamente al matambrito que buceaba en la inmensa olla repleta con leche, a la charla y los trabajos de llegada. A lo largo de la noche iría cambiando la música hasta que el matambrito, cansado de su baño, pasó a reposar entre cebollas y puerros en el horno, mientras kilos y kilos de papas tomaban su lugar en la olla . La estufa económica, sin perder paso, alimentaba la calidez de la ambiente mientras cocinaba nuestra cena que entre idas y vueltas y algunas cervezas iba llegando.
Pero todavía faltaba ir a buscar el pan, así que fuimos un par de nosotros a la casa del panadero. Yo no lo conocía, mi compañero si. Eran las diez de la noche cuando paramos ante una panadería, cerrada. Obvio. Aplaudimos. Tocamos la puerta. Nada. Y esperamos. Nada. El panadero sabía que iríamos. Pero nada. Empujamos la reja y tocamos la puerta. Nada. Abrimos la puerta y entramos a un gran recinto casi vacío, salvo algunas máquinas para hacer pan en un costado, algunas bolsas de harina y juegos de niño en un costado. Siempre con temor de invadir, avanzamos un poco más en la intimidad ajena hasta la próxima puerta y tocamos. Ahí recién abrieron y nos hicieron pasar a la cocina de la casa. Estaban el panadero, su esposa y un niño pequeño. Levantaban los platos de la cena cuando nos recibieron en el corazón de su hogar. El hombre hablaba, la mujer ni saluda. Sabiendo que existen códigos muy diferentes a los nuestros, dejé que llevara la charla mi amigo, que se crió en la Patagonia. No es difícil meter la pata y, aunque generalmente no será nada grave, no conviene tentar al diablo. Más tarde y de vuelta en la casa me contarían de una vez en que un amigo, por hacerle la gamba a la mujer del rancho donde pasaban, se paró para servirse otra torta frita. La mirada de reproche que le puso el gaucho a su compañera por no estar atenta a los invitados al no verificar que no quisieran repetir fue increíble. Todavía hoy pensaba mortificado cómo habrá seguido esa historia cuando ellos se fueron del lugar. Sin embargo acá, en la cocina del panadero, no daba para tanto. Mi amigo hablaba y yo asentía mientras intentaba descuartizar con la mirada la pata de choique que colgaba en la pared y a la que le salían cuatro plumas, no comprendía si era arte, brujería, trofeo o qué. Finalmente salimos con dos galletas impresionantes, calientes, y no tardamos en manotear puntas, bordes o lo que encontráramos intentando que no fuera tan evidente lo que era obvio. Teníamos mucho hambre.
Al volver a nuestro alojamiento, el aroma a comida invadía la estancia y rápidamente nos encontramos los cinco en la mesa compartiendo una cena deliciosa. El vino tinto finalmente desplazó a la cerveza. Mientras dábamos los primeros bocados y las palabras disminuían, comprendí que un viejo cassette con la poesía de José Larralde había callado al moderno invasor que nos había acompañado en los preparativos. Y me divirtió pensar a pesar que lo he intentado en casa, Larralde sólo me gusta cuando lo escucho con ellos, con estos amigos, en estos casos; siento que lo entiendo más. En mi interior está asociado a este grupo, a la noche, a las cenas, al fuego del hogar o al de las salamandras.
Es uno de esos sonidos que puedo identificar con esta otra Patagonia.
Buenísima historia! Yo viví un tiempo en Bariloche pero, nunca llegué a experimentarr bien fondo las costumbres patagónicas. Me volvía loca que la mayoría se tomaba su tiempo para todo (tenía amigos que no usaban reloj (para mí es inconcebible), el gasista matriculado, no tenía ningún apuro en la conexión del gas, me mataba cuando tenía que hacer trámites y era la hora de la siesta, con lo cual me tenía que quedar dando vueltas en el centro hasta que pudiese hacer lo mío, dado que yo vivía lejos). Mi ritmo siempre fué distinto y mis costumbres también comparados con la gente del lugar pero, mi amor por ésa tierra nunca menguó.