- Shimla
- Maitreya en Shimla
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- Keylong
- Keylong
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Tras veintitantas horas sin fumar, aterrizo en Delhi. Algo así como un gran puchero de gente, vehículos, animales y todos los olores posibles.
Pregunto por acá, me empujan por allá, pierdo mi lugar en la cola, subo por donde puedo, pago cualquier cosa, quedando finalmente al lado del conductor del micro que va a la estación de buses. Ellos lo llaman transfer, en cambio para mí significa “city tour”. Empieza por las afueras, apenas salgo del Indira Ghandi International Airport, sigue por los aeropuertos domésticos y de a poco entra en la ciudad.
Siempre me quebró el llegar a una capital de Oriente luego de un año en Argentina. Tiene un gusto mitad dulce y tres cuartos amargo (que tarda un poco en irse). La ciudad se va transformando en algo cada vez más caótico, directamente proporcional al aumento de temperatura. 28º centígrados en el aeropuerto, 30º en los domésticos, 35º a la altura del Red Fort y como 700º cuando finalmente desciendo en la estación de ómnibus.
No quiero desesperar pero esto es increíble. Rechazo gente de todo tipo. De pronto parecería que todos los bondis fueran al norte, pero yo, juraría que tengo un cartel pegado en la espalda que anuncia: “Este nabo recién llegó. Va a Shimla”.
Cargo como puedo la mochila todavía envuelta en nylon y huyo con ella al hombro. Solo Dios puede saber qué hizo que caminara justo hacia la verdadera estación de colectivos. Y llego. Y averiguo. Y lo vuelvo a hacer. Y otra vez. Y transo. Estoy cansado. Este es colectivo expreso. ¿Se va pronto? Rumbo a Shimla. ¿Es éste? Y si. Subo con mochilote y todo. No, gracias, no tengo hambre. Asiento de dos, atrás. ¿Serán bocadillos de pollo? ¿Cuántas horas se adelanta el reloj? Si, ok, 15 rupias. ¿Este va a Shimla, no? Parece que sale. Jalou. No, no quiero agua. Ya veo que termino en Mumbay. Si, si, jalou. La mochila no cabe en el asiento. 40º C. ¿En serio te dijo que eran 10 horas a Shimla?. Si, quiero esa agua!! ¿Dónde estará el baño?. Je, el conductor tiene pintado el pelo de rojo. ¿Disculpe, porqué me mira? Bah, siga mirando todo lo que quiera. Bocinazo al frente. Y bue, diez horas no es tanto. Tres bocinazos más. ¿Porqué le habrán puesto barras a las ventanas? 5 bocinazos y arranca. Chau Delhi, hasta la vuelta. Adiós 40º C, me voy para las montañas. Más bocinazos. Cuatro cuadras. De a poco me relajo. Se detiene. No, no quiero bananas. Bocinazo pero no avanza. Ya tengo agua. Me desrelajo otra vez. Cierro la ventana. 42º C. Abro la ventana. 41º C con aire caliente. Más bocinazos…
Fueron diez horas de bocinazos, primero en caminos llanos y luego de montaña. La velocidad, siempre constante. Lentísimo para las autopistas pero rapidísimo para el camino de cornisa. Sube y baja gente en cada parada, sin embargo, me quedo en la ventana intentando entender lo que pasa por delante de mis ojos. Hay algo de protección acá adentro que me tranquiliza. Nadie correrá al micro para mirarme o venderme algo. Bah, o eso fue lo que creí.
Shimla es una ciudad a 4853 bocinazos de Delhi, muy pintoresca y llena de subidas, incluso cuando desando mis pasos en la búsqueda de hotel. No es fácil encontrar dónde hacerlo pero me alojo, y con mucho gusto revoleo la larva de veinte kilos que llevo por equipaje. Logro dormir, a pesar de las ocho horas y media de diferencia horaria y los bocinazos que quedaron haciendo eco en mi cabeza.
Mi segundo día en India no será mucho mejor que el primero. Ni el tercero lo sería. Tampoco el cuarto ni el quinto. Y así hasta el día veintipico. Cada jornada tenía tantas cosas lindas como feas. O quizás más. De cualquiera de las dos. Y ninguna predominaría nunca. Pues aquel hermoso encuentro con el saddhu no logró evitar que no hallara un lugar en donde sentarme en paz para escribirlo; el viaje de una hora en el techo del autobús no pude repetirlo ninguna de las siguientes ciento veinte horas que viajé después apretado entre millones de personas; las comidas ricas llegaron justo cuando vivía en el baño por la descompostura y no podía probar bocado; los paisajes hermosos convivieron con bocinazos histéricos o diluvios universales; los cuarenta grados centígrados del día se peleaban con los cinco de algunas noches; la gente agradable no hablaba otro idioma que hindi; y la compasión por una persona pobre solo atraía cien más después…
Sin embargo, como en todo viaje, finalmente una parte interior mía empezó a trabajar diferente y todo mejoró. Mi lado racional solo llegaría a entenderlo tiempo después, ya en Buenos Aires.
Salí de Manali una mañana rumbo al norte. Nuestra combi ascendía lentamente, haciendo eses, por el camino que iba al paso Baralacha a 3800 metros de altura. Llegando a la cima encontramos puestos de alquiler de tapados de piel y botas de goma, más tarde montones de hindúes aprendiendo esquí en un manchón de nieve de diez metros cuadrados. El tránsito terminaba ahí. Nosotros seguiríamos bajando un buen rato, bordeamos el río Chandra y luego de cargar nafta con embudos y tachos llegamos a Keylong. Este es un pequeñísimo pueblo con tres monasterios budistas interesantes. Cada uno, en la cima de una montaña diferente. Obvio que no fui a ninguno pues no me da el cuerpo, y menos aún sin aclimatar. Lo más importante para mi, es que era la entrada al cruce del Himalaya.
Al otro día, vi como los bosques dejaban paso a las montañas que venía admirando hace días. El terreno se fue secando. Ya no había pueblos. Mi vista saltaba de pico en pico mientras entrab en el gran cordón del Himalaya. La vegetación se redujo a medida que ascendíamos. Finalmente paramos en una aldea perdida, compuesta por once carpas que hacían de restaurante y hotel. Habían cambiado los rasgos de la gente, la cara hindú desaparecía y entraba la tibetana. La inmensidad me asombraba. Duermo a 4500 metros de altura, más de soroche que de cansancio. Al otro día recién logramos cruzar el paso de 5200 metros de Taglang-La. El colectivo se rompe. Pero no se detiene. Solo deja entrar agua y barro en su baúl. Mi mochila está ahí. Pero empieza la bajada y tras unas cuantas horas de dar tumbos entramos en Ladakh.
Tres días y trescientos kilómetros me separaban de la “India habitada”.
Esta región no resultó ser lo que esperaba. Y en parte me alegró que fuera así. Busqué hotel en Leh, su capital, con la mochila chorreando barro y aunque intentara cubrirme con plásticos daba lástima. La señora del Guest-house que nos alojaría era un duendecito de cuento de hadas.Y me da la bienvenida poniéndome una “bufanda blanca”. Yo se lo agradezco infinitamente (aunque la tiña instantáneamente de marrón). Tanta amabilidad me quiebra y contribuye a que me relaje.
Al principio creí que Ladakh era parte de una India diferente, pero luego también lo sería Agra, con su Taj Mahal y su Agra Fort. Más adelante, me sentiría también diferente en Delhi, faltándome sólo dos días para volver.
Y no me molestó haber tardado casi todo el viaje para darme cuenta que las cosas no eran buenas o malas, lindas o feas, calurosas o frías, sino que simplemente eran.
Y sólo cuando mi dualidad se agotó pude relajarme y disfrutar. Recién ahí pude ver y disfrutar algo de India. Su gente no fue nada más que su gente, sus paisajes fueron simplemente paisajes…
Y eso es lo que me traje de allá: a India. Así, como es. Y conseguí también algo de regalo: otra forma de verme a mí mismo.
9.8.99