Me despierto, me acurruco, salto… y aparezco a 4000 m. sobre el nivel del mar hecho un escracho.
Arruinado. Estoy totalmente arruinado.
Aeropuerto de La Paz. No está más alto porque en las montañas hay nieve. Sino lo pondrían a 6000 m. Tiene una sala de oxígeno. El aeropuerto debería ser toda una sala.
Dopado me subo a un taxi y empiezo a bajar y bajar. Mi cuerpo se convierte en licuadora. Subo a un micro y me encierran. En menos de seis horas de despertarme me encuentro a 3800 m. en una cápsula repleta de collas que despiden un hedor admirable. Y así viajo. Y afuera llueve. Me consuela compartir esto con otros cinco conejillos de indias más. Es pavoroso. Es divertido.
Paso un día en Copacabana. Pero Copacabana Bolivia. Con sus playas de piedra que dan al Titicaca. Vivo una cena abundante y una noche de insomnio.
Buscando superarme me subo a una lancha que intenta descomponerme aún más durante hora y media mientras voy a la Isla del Sol. Supuse que mareándome por navegar contrastaría el mareo por la altura pero no, se duplica. Y mis lentes de contacto se rebelan. Se secan. Ni veo el horizonte para fijar la vista y evitar así el mareo.
Llego a la isla en un estado deplorable. Me explota la cabeza, estoy cansado y agitado por la altura, más un casi mareo por el barco, sin ver nada y muerto de hambre por un desayuno que nunca encontré…
Al volver, y luego de un extraño almuerzo, comenzamos un nuevo periplo casi peor que el anterior. Una combi sellada bajo un sol de tres de la tarde, una caminata y pelea en migraciones, un taxi desarmado de precios ascendentes, otra combi con partido de fútbol, otra más que vuela bajo la noche lluviosa de Puno y finalmente un bus de once horas atiborrado de olores y tamaños que hay que empujar en el barro para que arranque.
Paso otra noche sin dormir y llego a Cusco, dudando de mi entereza física para un viaje así. Me siento en la catedral mientras veo amanecer la ciudad y lentamente el aire vuelve a mi cerebro y yo comienzo a entender que hago aquí.
Me baño.
Me cambio.
Y más tranquilo, salgo a disfrutar de la ciudad.
Día de fiesta. Las calles se tapan de alfombras hechas con flores y granos. La gente se reune en la catedral lentamente. Toda la ciudad bajó. Vienen a honrar al Señor de los Temblores como todos los domingos de Ramos. La procesión da lentamente la vuelta al centro de la ciudad; está compuesta por todas las autoridades importantes del Cusco y por el Señor de los Temblores, un Cristo negro clavado en la cruz de más o menos tres metros de alto. Y la gente le tira flores. Flores rojas. Yo sentado en un barcito en un primer piso lo vivo admirado. Terminará tarde, con una misa el la catedral.
Siento que Cusco me llena de paz. Todo se reduce a caminar y mirar. A reir y sentir. A quedarse boquiabierto en cada puerta o balcón. Recorro iglesias, calles, tiendas, plazas. Disfruto los negocios que dan a la Plaza de Armas tanto como los puestos callejeros que venden toda clase de artesanías.
Amanecer en un tren a Machu Picchu es otra experiencias única. Pasar de la ciudad a encajonarme con el río Urubamba es algo supremo. Parar en las estaciones más pintorescas, subir en zigzag a través de la selva, son solo avances de lo por venir.
Machu Picchu. Es magia. Sólo magia lo que se siente. De golpe desaparecen los kilómetros recorridos, el año de laburo, las noches tosiendo, el dolor de cabeza, la aceleración urbana. Me invade la energía. No sé de que clase. Pero de golpe estoy bien. Me siento bien.
Y paso tres días subiendo y bajando de las ruinas al río. De día tomo paz sentado en alguna terraza de esas inmensas ruinas, admirando embobado un paisaje que me frunce los intestinos o simplemente caminando por callejuelas deshechas por el tiempo imaginando como se habrá hecho, como habrán vivido… De noche me relajo en los baños termales del pueblo de Aguas Calientes mientras veo el cielo apagarse tras la montaña, paseo entre los puestos de artesanías, como algo en la estación luego de irse el último tren o me siento a escribir en alguno de los hermosos bares que tiene el pueblo. Pero aún no moriré y por eso me voy.
De vuelta en el Cusco, veo las cosas diferentes. Recorro las ruinas cercanas: Tambomachay, Pucapucara, Quenque y Saqsayguaman, subo hasta el Cristo y entro en iglesias, bajo por calles bordeadas por casas de adobe hasta la ciudad, me dejo llevar en el mercado de Pisaq o deliro imágenes en las ruinas de Ollantaytambo, tomo cafés en la Plaza de Armas, converso con niños que venden postales, admiro los paisajes del Valle sagrado de los Incas o me estremezco ante paisajes cultivados a 3000 m. de altura.
Ya todo es diferente, me cuesta pensar que algo sea imposible para el ser humano luego de haber visto la “ciudad perdida de los Incas”, luego de escuchar una cátedra de vida y economía de una nena de nueve años, luego de vivir una fiesta en la que todo la ciudad forma parte.
Ahora es todo distinto. Al menos, hasta que me levanto para ir al aeropuerto en un taxi desvencijado y espero cuarenta minutos a que me cobren una tasa de aeropuerto que me pela, para volver a Bolivia y enterarme que mi vuelo que era dentro de cuatro horas va a ser dentro de siete mientras me manosean y desarman todo el equipaje los de narcóticos, para llegar a Buenos Aires a cualquier hora y sin poder adaptarme tener que ir al otro día a trabajar otra vez después de unas descansadas vacaciones.
31.3.97
Gracias por compartir!
Date: Fri, 5 Aug 2016 14:12:56 +0000 To: romikowalczuk@hotmail.com
gracias a vos por tomarte el tiempo de leer!