Kenya. Es como una tierra virgen. Uno nota el paso del hombre blanco al ver las ciudades, las carreteras, los hoteles, el ferrocarril. Pero igual se siente virgen, pues se nota en los descendientes de aquellas tribus que nada de eso es suyo. Son cosas que el wazungu hizo para él mismo.
Hay un sentido comunitario que asombra. Hay un sentido de impotencia por no saber como manejar los adelantos de la civilización que paraliza. Siento esto al ver un hombre, en el medio de la sabana, tapando agujeros de la ruta con arena, o al vivir un incendio de un inmenso techo de paja con una manguerita sin presión y una hielera de champagne.
Calculo que la mayoría de las veces no terminan de entenderlo, pero igual no aflojan. Tienen un tesón hacia lo que quieren que pocas veces he visto.
Son gente humilde, que necesita y lo dice, pero no lo ruega.
Es un pueblo que, a pesar de los disturbios, guerras, y problemas que vivió, solo cambio su choza por una casita, o su ganado por un negocio. Cambió la tierra por el asfalto y la caminata por un matatus. Tienen, en Nairobi, el ritmo de vida igual que cualquier otra capital del mundo pero, según lo siento, con un pequeño detalle: “todavía no se lo creyeron”.