La multitud y el calor nos aplastan. A las calles de Chiang Mai y a mí. La ciudad lo soportará como lo viene haciendo desde siglos; pero yo estoy en el límite, a punto de tirarme en la calle a patalear, llorar y gritar por no poder huir de todo esto. Tengo la temperatura del sol dentro de mí, que crece aún más cuando sin poder evitarlo rozo alguno de los hornos de barro con brazos y piernas que transitan alrededor. El mapa miente las calles, encuentro esquinas no graficadas que transforman una cuadra en diez y a mi hotel, en un lejano paraíso.
Intentando esquivar una ola de gente –o de calor, que es casi lo mismo– caigo dentro de un jardín en sombras que resulta ser la entrada del Wat Thung Yu, uno de los tantos templos budistas de Chiang Mai. Me siento bajo un árbol sagrado para respirar un poco pero al contemplar los detalles de las paredes y el techo, me invade la inevitable necesidad de inmortalizarlo. Desenfundo la cámara de fotos y comienzo a disparar.
Thung Yu desde el frente, desde el costado, los techos, un monje con su túnica azafrán saliendo de él, los detalles casi kitsch de las paredes, la puerta principal… Ansioso, me descalzo y entro al templo en sí.
Deslizándome sobre la alfombra roja dirijo mi vista al Buda y pongo mi mejor cara de devoción, luego miro las paredes y vuelvo inmediatamente a la actividad vacacional. Fotos de los murales, del Buda, de un monje descansando, de las vasijas con las que ellos hacen su recorrida matinal por los barrios de Chiang Mai para recoger ofrendas, las columnas, las vigas, las ventanas…
Se termina el rollo. Lo rebobino y me siento en la alfombra central, a media distancia entre el Buda y la puerta, cuidando que mis pies no apunten directamente a la deidad, mientras busco uno nuevo.
Pero no aparece. Revuelvo un poco más pero no encuentro ninguno. Deben haber quedado en el hotel, a diez centímetros de donde estoy si me guío por el mapa o cruzando un desierto inmenso si me baso en la experiencia. No puedo creerlo. Esto significa un prematuro fin de mi recorrida diaria. Resignado y con un poco de mal humor guardo la cámara en el bolso.
Recién ahí descubro la frescura del lugar. El encontrarme quieto, sentado, sin calzado, en un gran edificio con las ventanas abiertas y, salvo el monje dormido, sin nadie más adentro, transmite frescura.
Me acomodo un poco y miro los murales más detenidamente. Sigo uno a uno los pasos de la vida e iluminación de Buda pintados con los colores del arco iris combinados con una delicadeza y amor sorprendentes. La ternura de las guardas que cubren las paredes y las columnas, pintadas a mano también, me emocionan y, finalmente, el Buda recubierto de oro y apoyado sobre una gran pirámide de simbolismos exuberantes me termina de golpear.
Huelo paz. Respiro paz. Cierro los ojos y me dejo llevar por los caminos internos. Siento que ese Buda, tan diferente de la imagen de la película de Bertolucci y del Siddharta de Hesse, me dice algo, me explica algo. Me lo muestra y me deja vivirlo.
Buda, símbolo del alma y carácter del pueblo tailandés que me ayuda a sentirme dentro de la rueda de la vida; me da un lugar. Hace dos mil seiscientos años estuvo buscando lo mismo que yo y lo encontró. Eso es lo que hoy me enseña. Gracias a mi hábito de consumir todo lo que se me cruza, había comprado, fotografiado y comprendido simplemente la imagen de eso. Pero hoy es distinto. Hoy por primera vez lo veo, y me llega en forma de paz.
El monje se levanta de su improvisada cama y se dirige a la puerta. Al pasar cerca mío me mira, me brinda una sonrisa que supera por mucho la simple cortesía y se va.
Mi vergüenza me obliga a esperar hasta que se pierda de vista. Cuando eso ocurre, improviso tres inclinaciones en señal de respeto y agradecimiento y me voy también, sabiendo que ya nunca volveré a ser el mismo.
26.10.99 > Wat Thung Yu. Tailandia.