New Sukhotai.
A primera vista te recomendaría que nunca fueras ahí pues es un pueblito del interior muy chato y sin nada atrayente, salvo las ruinas de Old Sukhotai a unos catorce kilómetros.
Al llegar me alojé en uno de los mejores hoteles, River View se llama; lástima que el río estaba más seco que mi garganta porque si no hubiera sido una linda vista.
Pero Sukhotai tenía muchas cosas para enseñarme.
Al salir del hotel para dar una recorrida me crucé con su mercado callejero. Este tiene una de las mayores variedades de frutas, especies y otros comestibles que he visto en mi vida. Habré estado un par de horas caminando entre los puestos, sacando fotos, preguntando los nombres de lo que veía o probándolo directamente. Fue así que probé el “durian”, una fruta con un olor realmente insoportable pero con un gusto bastante agradable, medio dulzón lo describiría. Lo que no me animé a gustar fueron las cucarachas, los saltamontes o la piel de pollo frita que vendían en uno de los puestos; parece que con la excusa de que tienen proteínas, los siameses cocinan lo que venga y se lo comen, así que tendré que tener un poco de cuidado con lo que me llevo a la boca.
De ahí fui hacia el “Temper Kuhasuwan” donde Teena, un monje budista del lugar, hizo de guía turístico mostrándome las instalaciones, el nuevo Wat, los dormitorios, la escuela, el crematorio y una cancha de fútbol improvisada.
También me contó parte de su vida, tiene ahora 34 años, cómo vivió y vive estos últimos catorce desde que entró al templo. Me explicó que los monjes comen sólo a la mañana, a las siete y a las once y que luego solo pueden tomar líquido. También me enseñó a postrarme ante Buda y a hacer las tres inclinaciones rituales de respeto y agradecimiento. Me convidó una chocolatada e intercambiamos cigarrillos mientras veíamos un partido de fútbol de los monjes novicios.
Una de las cosas más sorprendentes fue que Teena hablaba solamente cinco palabras en inglés (obviamente ninguna en español) y yo solo tres en tailandés. Es increíble como la gente puede comunicarse cuando realmente lo quiere.
Salí del templo muy agradecido y recordando la cámara de fotos que quedó en el hotel.
Al caer la noche Sukhotai no tiene mucho. Una opción es el mercado nocturno, donde uno puede comprar ropa o artesanías muy baratas, e incluso comer por precios absurdamente bajos. La otra opción es el Karaoke. Hay dos o tres en toda la ciudad. Intrigado, entré a ver de qué se trataba.
Estos Karaokes tienen cantantes fijos que cantan todas las noches. Hay solo dos variedades de cantantes: chicas feas que cantan más o menos bien, y chicas lindísimas que cantan terriblemente mal. Y así pasa la noche, entre canciones tailandesas y americanas. Si alguna cantante te llamó la atención y querés agradecerle su espectáculo (físico o vocal) le comprás unos collares de flores que vos o el mozo de tu mesa le llevarán para ponérselos.
De lo que gastes en adornar a la muchacha, la mitad de la plata será para ella, la otra para el lugar. Más tarde, ella te devolverá la atención haciéndote compañía en la mesa.
Al descubrir esto, le regalé diez collares a una muchacha que rajaba la tierra (de lo linda y de lo mal que cantaba). Ansioso por el momento en que viniera a mi mesa, preparé todo el encanto latino que pudiera haber heredado de mi sangre, imaginando las mejores frases para impresionarla.
Y de pronto se acercó, me temblaban las piernas; al momento de lanzar mi primera frase matadora ella me susurró con la voz más dulce que escuché en mi vida que no hablaba nada de inglés. No lo podía creer. Tras vanos intentos de conversar, de expresarle mi amor, de pedirle casamiento, de admirarla, de hojear cien veces el minidiccionario del turista para ver si me ayudaba en esta ocasión, de odiarme por no saber tailandés, de mirar su carita de “cuánto tiempo más me tengo que bancar escuchándote hablar cosas que ni ahí entiendo”, decidí darme por vencido e irme a dormir pues el día había sido ya muy largo y con demasiadas cosas nuevas como para no olvidármelo jamás.
23.7.98