Tres de la tarde. Pasa a buscarme una combi por el hotel Metro II en Jogyakarta. Yo esperaba un micro. Dicen que ellos me llevarán hasta él; cosa que realmente sucede, luego de veinte minutos dando vueltas por calles cercanas recogiendo pasajeros.
Subo al micro. Tiene asientos reclinables y aire acondicionado. Va repleto, pero no lleva gente parada. Solo sentarme, me encuentro interrogado por las personas cercanas. ¿De dónde soy? ¿a dónde voy? ¿cuánto tiempo me quedé en Jogya? ¿cuánto me quedaré en Bali? Respondo a las preguntas que puedo pero no tengo demasiadas ganas de charlar, pues prefiero mirar el paisaje y dejar sedimentar un poco la semana vivida en Java.
Logro hacer callar a mis compañeros de viaje, pero nunca podré evitar escuchar la estridente música del colectivo. Un sonido bolichero impresionante que poco a poco va calando mis neuronas.
A las tres horas de viaje, logro acostumbrarme un poco, pero justo un nene que viaja detrás mío empieza a llorar. Pero llorar a los gritos. No puedo creerlo. A los diez minutos giro en el asiento con mi mejor cara de “qué pasa” a ver si los padres deciden hacerse cargo. Y lo consigo. La madre empieza a cantar una canción infantil en bahasa. Pero un poquitín más fuerte que la música “funcional” del bondi. Ya mis neuronas se quedaron petrificadas del kilombo.
A la media hora, la madre del chico finalmente se calla. Respiro aliviado. Pero ante el inminente llanto pone música en un grabador portátil. Y todo sigue igual. O peor.
Decido distraerme inclinándome y mirando por el vidrio de adelante. En diez minutos casi chocamos tres veces. Pareciera que todavía no se pusieron de acuerdo de que lado manejar.
Vuelvo a mirar para el costado.
A las seis horas de viaje paramos a cenar en la ruta.
Parece que el chico necesitaba alimentarse un poco pues luego de la comida no jodió más.
Logré dormir un rato. Mi metro setenta que comúnmente está bajo la media en lo que refiere a diseño de colectivos, en Indonesia no lo cumple. El que sean todos mucho más petisos que yo, hace que mis piernas se muevan constantemente buscando una posición más cómoda.
A eso de la una de la mañana me despierto por una luz que entra por la ventana. Instantáneamente vuelven a entrar por mis oídos la música del colectivo y la del grabador de atrás.
Estamos detenidos. Mucha gente está afuera, así que aprovecho para estirarme y fumar un cigarrillo.
– Hello mister.
– Hola.
– ¿de dónde es usted?
– De Argentina.
– Ah…
– ¿Maradona?
– Ah!! Siii, ¿lo conoce?
– Nop.
– Ah. –recién ahí lo reconocí, era el padre del niño que lloraba–. Estoy haciendo una tesis y necesitaría material de occidente. ¿Podrás conseguirlo?
– Mmm…, no sé. En mi país hablamos español, no inglés.
– Es sobre el capitalismo de la última mitad de siglo en Chicago y New York. Yo te mando el informe y vos me decís cuanto cuestan los libros. Te mando la plata y vos me lo enviás.
– Deberías pedírselo a un norteamericano, no a mí.
– Pero vos sos de América.
– Si, pero de Sudamérica, bien al sur, en cambio los yankees están en Norteamérica, bien al norte. Y ellos hablan inglés y tienen libros en inglés, nosotros hablamos español y tenemos libros en español. Además, es un tema muy específico, y yo de economía no entiendo ni jota.
– Es que las sociedades capitalistas de los cincuenta…
Estuvimos detenidos tres horas pues el ferry de Java a Bali tenía bastante trabajo atrasado.
Luego de evaluar las posibilidades entre que sería más insoportable: si la música del hijo o la charla del padre, decidí que al menos ahí afuera podría fumar.
A las cuatro subimos al ferry. Yo me fui arriba de todo, para poder librarme de Made “el capitalista” y para poder apreciar el amanecer que silueteaba a la soñada isla de Bali.
Mi paz duró solo diez minutos. Creo que me descubrió antes de poder sacar mi primera foto.
Luego de eso fueron siete horas más hasta Denpasar, la capital de Bali.
Medio año después recibí algunos papeles con el programa de la tesis capitalista.
21.09.99 Bali. Indonesia.